Piscina o libertad
Nos falla la paciencia –a mí el primero– y nos sobra egoísmo en casi todo, pero es en la vida en comunidad donde eso es más evidente
A Tucídides le cupo la gloria de narrar la Guerra del Peloponeso, a Tolstói las guerras napoleónicas y a Vassili Grossman el sitio de Stalingrado. A mí la historia me ha dejado el triste honor de narrar las juntas de vecinos, con sus lóbregos escenarios de escalera vecinal, sus hostilidades subterráneas, que fluyen como los mocos del mal de 'Cazafantasmas II' y sus combates por minucias como que el vecino suba la bici en el ascensor. Un familiar mío murió en una junta, sé hasta dónde pueden llegar a ser tensas esas confrontaciones que evito siempre que puedo. En veinte años de propietario solo he ido a las estrictamente necesarias, he sido presidente solo un par de veces y he procurado mantener amabilidad y distancia con todos y cada uno de mis vecinos. Sé que puede parecer egoísta, pero no moriré en una reunión vecinal, eso seguro.
Los días de confinamiento nos convirtieron a muchos en leones de azotea. Era delicioso subir al 'terrao' y ver cómo el barrio se llenaba de gente dando vueltas en chándal donde antes solo tendíamos. Estábamos encerrados y actuábamos como el animal salvaje que fuimos, dando vueltas en nuestra jaula de ese gran zoológico que fueron las ciudades. En aquellos días fue necesaria la complicidad de los vecinos. Los míos colocaron un cartel en el ascensor diciendo que si alguien de la comunidad necesitaba que le trajesen la compra, lo harían. La convivencia es cielo-infierno dependiendo de los vecinos. La mía no fue el cielo, pero casi.
La convivencia es misteriosa. Las golondrinas han anidado en mi casa de la playa. Hemos tenido que aprender a convivir dos familias de dos especies diferentes con un interés común: queremos que se coman a los insectos que ellas quieren comer. Traen felicidad al hogar donde se instalan; nos ponemos los cuatro debajo de su nido y escuchamos a los polluelos llamar a su madre, entonces ella aterriza en la formidable arquitectura de barro como un F18 en un portaaviones. Entiendo que esté prohibido eliminar sus preciosos nidos y me impresiona que haya gente capaz de destruirlos. Ellas y sus hijas siempre volverán a la que fue su casa a bendecirla con el bien de la convivencia pacífica.
Pero a veces se convive con miserables. El ejemplo son unos amigos que viven con sus dos hijos en una casa alquilada de Madrid con un esplendoroso jardín privado y enormes azoteas. Durante el confinamiento no podían utilizar estos espacios comunes por una decisión de la presidenta y los vecinos de limitarlos a los propietarios, algo que debe ser hasta inconstitucional. Mi amigo me contaba cómo sus hijos veían desde la ventana cómo esa bruja sacaba a su perro a hacer caca en el jardín que le estaba prohibido a los niños. En todo esto habrá habido actitudes con repercusiones más graves pero no más horriblemente malvadas.
Nosotros no hemos tenido tan mala suerte, pero siempre hay lecturas de la situaciones que merecen una reflexión. Cuando pasamos a Fase 2 pudimos ir a la playa, la piscina se convirtió en el objeto de deseo, después de haber perdido durante dos meses tantas cosas. Pasábamos cerca y nos dolía ese azul que parecía llamarnos. Se abría un debate en prensa entonces sobre la seguridad y la libertad y empecé a pensar en las piscinas como anecdótico campo de juego de una partida entre libertarios y liberticidas sin imaginarme que yo iba a jugar un torneo absurdo, como absurdas son muchas de nuestras conductas de estos meses.
Cuando llegó la Fase 3 fuimos a la playa ansiosos para toparnos con un cartel que nos prohibía el baño, cuando el Gobierno lo había autorizado ya. Llamamos a la presidenta y nos dijo que era la normativa, los administradores, el miedo a los que venían de otras comunidades (la famosa madrileñofobia)... La administradora que no, que no era cosa suya y así. El caso es que la decisión o indecisión de una persona sin contar con nadie más ha mantenido la piscina cerrada para los niños de la urbanización casi un mes, así que se convocó una junta de vecinos en la que escuchamos quejas de las molestias que le provocaba la piscina sin darse cuenta de que la única molestia en esa pequeña y familiar comunidad es su perro que, con unos pulmones envidiables, ladra a su gusto sin importarle horarios y sin que nadie nunca rechistase. Aquella reunión acabó cuando de algún sitio apareció un cartelón de piscina municipal restringiendo los horarios de baño en nuestra pequeña piscina vecinal. Obviamente no lo colgamos.
La convivencia es difícil y en estas circunstancias más. No es la discusión sobre la piscina, es no ser conscientes de que nuestros actos tienen repercusiones, que podemos molestar a los demás pero los demás no nos lo dicen porque entienden la convivencia mejor que nosotros. No somos perfectos, nuestros hijos hacen el mismo ruido que los de los demás, nuestras fiestas son divertidas solo para nosotros y las banderas que colgamos del balcón gustan a unos y a otros no. Nos falla la paciencia –a mí el primero– y nos sobra egoísmo en casi todo, pero es en la vida en comunidad donde eso es más evidente.
Lo divertido sería acabar diciendo que cuanto más conozco a los humanos más quiero a mis golondrinas, pero casi todos mis vecinos molan mucho. Espero que alguno piense lo mismo de nosotros.