Yoga
Mientras el ilustre Tamames buscaba la piedra filosofal de la democracia, yo mantenía la respiración y acorralaba la ansiedad
Me perdí la moción de censura a causa de mi primera clase de yoga. Mientras el ilustre Tamames buscaba la piedra filosofal de la democracia, ... yo mantenía la respiración y acorralaba la ansiedad. La monitora avisó de que nos era permitido expulsar el aire, lentamente, con una sensación de alivio que redimía mi ausencia de espectador parlamentario. Se escuchaba el ritmo pausado del pecho relajándose, no con la perorata de Sánchez, sino con el aire ganado tras estirar los músculos, llevados a la extenuación con tal de no convertirme en un diputado disecado, de esos que aplauden sin diferenciar las palabras de Churchill con las de Patxi López.
Entendí que el yoga es el arte de perseguir ilusiones, de conocer las limitaciones del cuerpo como quien se mira a un espejo y contempla una máquina imperfecta, llena de dolor. Pensé, mientras renunciaba a adoptar la posición del loto, que a nuestro Estado de Derecho le haría falta una monitora de yoga como la mía, seria, irreductible, alguien exigente con el cuerpo para adiestrar la mente. Y así no necesitaríamos ni una reforma constitucional.
El yoga llegó a mi vida por necesidad. No lo encontré en el camino, como un discípulo se topa con su mesías entrando en Jerusalén. Al yoga lo desprecié durante años. Y como el PSOE con Podemos, me rendí a él porque no tuve más remedio. Algo similar está a punto de sucederle a los populares con Vox. Hubiese podido elegir la terapia de abrazar los árboles con la misma voluntad con la que entré a mi primera clase de yoga. O incluso optar por el camino del incienso a secas, sin estiramientos ni om, ahora que nos acercamos a Semana Santa y las tiendas huelen a iglesia vacía. Así fui desperezándome de todos los prejuicios, en una semana en la que circulaban los discursos parlamentarios, las estrategias macabeas, y yo, pobre votante, entraba a clase como un animal a punto de ser sacrificado en el altar de la democracia espiritual.
Mi camino a Damasco llegó a los pocos minutos, tras las posiciones iniciales, descalzarme, fijar la respiración y extender los brazos hasta un punto que estaba más lejos que la victoria de la pantomima de Abascal. Nada dicen las escrituras del caballo de San Pablo y su caída, pero os juro que sobre mí pasó toda una caballería de señoras jubiladas, hombres maduros que buscaban una segunda oportunidad tras el divorcio y chicas de mi edad que han convertido el yoga en un santuario. Un yogui, un voto. El caballo se encabritó tanto y me golpeó con tanta fuerza en el suelo que a las indicaciones más sencillas de la monitora no era capaz de responder más que con una sonrisa triste, como la de Gamarra. Este no es mi cuerpo, no me hace caso, le decía. Y ella me respondía que el yoga es la única manera de que volviera a ser mío.
Resulta asombroso lo poco que somos conscientes de nuestras limitaciones. Nosotros y los ilustrísimos diputados. La clase duró una hora y media, algo menos que el discurso de Pedro Sánchez. Algo más que la historia de Roma de Asimov. Padecí lo que tuvo que sentir Filípides llegando a Atenas desde Maratón, con armadura, escudo en la espalda y lanza atravesada en el gemelo. Un dolor que recorría mi cuerpo y se hacía más grande ante la soledad que experimenté. Miraba a los compañeros, hermanos en Buda, y veía cómo se desplazaban con gracilidad, sin huesos que crujían ni articulaciones paralizadas. En sus rostros encontré la serenidad de una votación ganada.
Terminó el calvario y asumí la derrota de mi cuerpo, con menos optimismo que Tamames. Uno puede alardear de realizar maratones o de escribir libros de economía, pero poco tiene que hacer ante el castigo de una esterilla y el equilibrio del cuerpo estirado. Somos seres imperfectos y la medida de nuestra imperfección se demuestra cuando intentas alcanzar el pie con la mano y no eres capaz de llegar ni a la rodilla. Como obtener solamente 53 votos a favor. Fue una buena cura de humildad, un bautismo doloroso que acabó con los comentarios sarcásticos de la monitora sobre lo tranquila que había sido la sesión, las mujeres jubiladas felicitándose por haber logrado hacer el pino, como diputadas socialistas, y el hombre maduro abrazándome y animándome sobre lo terribles que son los comienzos, como Montero y Belarra, ausentes y cariacontecidas en su final de ciclo.
Llegar a casa fue un canto a la supervivencia. Me duché y busqué el sillón burgués que me devolvió mis ínsulas y frustraciones. En el televisor apareció el hemiciclo, casi vacío, como mi alma. Experimenté el sopor de las arengas artificiales, la presentación en el templo de la nueva lideresa, Yolanda Díaz, que no es nueva y no lidera, por más que sonría y entone los discursos con acento de fräulein María. Y todo a costa de nuestra respiración. Sin incienso y sin adoptar la flor de loto.
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