Aquel trueno vestido de nazareno
Apuntes desde la Bastilla ·
Ver un paso en la calle es reencontrarse con los abuelos, el ejemplo máximo de que, aunque la muerte venza, en primavera todo vuelve a la vidaDos exiliados en tierras sevillanas parecíamos Pedro Navarro y yo, tomando manzanilla en las bodegas de Paco Góngora, un reducto de otro tiempo. Fue Lunes ... Santo, al principio de esta semana en la que cesa el alboroto de la política. Desaparecen los debates parlamentarios, los sanedrines morales se trasladan a los pasos procesionales y no hay mayor disputa que la de alcanzar el mejor sitio en la plaza para ver la salida de una Virgen. Uno deja de buscar a Caifás en el adversario político para encontrarlo hecho madera, mecido al son de la música. En ninguna tierra se exaltan y conviven el bien y el mal como en el sur de España, entre cruces y lanzas, todas confundidas cuando el incienso colapsa la noche.
Fue Pedro el que me dijo que hoy la Semana Santa se ha convertido, paradójicamente, en un elemento contracultural de primer orden. Reflexionamos sobre esta máxima que podría inscribirse en una letanía, y en la segunda manzanilla le tuve que dar la razón. En una época asfixiada por la corrección política, en la que la antigüedad es símbolo de desprecio, y no de sabiduría, en la que no se permite la representación de la violencia y se oculta la muerte, como si no fuese un elemento presente en nuestras vidas, durante una semana al año las calles son tomadas por crucificados y se saluda a lo efímero con emoción. Se exalta la muerte, se sublima el dolor en la espalda de cientos de imágenes que pueden pasar desapercibidas durante el curso, pero que cuando procesionan toman la calle y dominan el pensamiento.
Las iglesias están vacías de verano a invierno, pero cuando llega la primavera, los españoles se echan a la calle y forman largas colas para pasar unos instantes delante del Cristo o de la Virgen, con la intimidad de una conversación mantenida durante toda la vida, pero que solo aparece un día al año. Esa es la relación del pueblo con la divinidad, puede que distante, inexistente en muchos casos, pero en Semana Santa el curso del río desborda las contradicciones que cada uno encierra para sí. A algunos les moverá la fe y a otros ese hilo perdurable que conecta sus recuerdos, su infancia, la memoria de los que ya no están, con el presente. Ver un paso en la calle es reencontrarse con los abuelos, el ejemplo máximo de que, aunque la muerte venza, en primavera todo vuelve a la vida, aunque sea durante el breve instante en el que se entona una saeta.
No nos pusimos tan trascendentales como parece, mi buen Pedro y yo, pero a la altura de la tercera manzanilla, incidimos en la idea, tal vez sacrílega para los estándares morales de la época, de que el triunfo y fervor popular de la Semana Santa ata a España a su pasado y sus costumbres. Y, a mi entender, eso es algo positivo. Desde que tengo uso de razón he presenciado la laicidad extrema de querer habitar un mundo sin dioses ni valores. Hemos convertido los pesares cotidianos, las pandemias, el cambio climático, en la causa despiadada de un diosa caprichosa, un sustituto vulgar de una fe que, para bien o para mal, está inscrita en nuestras calles, en nuestros apellidos y hasta en nuestra forma de existir. Cuando desde los púlpitos modernos se anuncia la muerte de Dios y se proclama que por fin el hombre se ha desprendido de sus miedos, las calles de la Región de Murcia, de Andalucía, de Castilla y León, se abarrotan de espectadores, de creyentes o de agnósticos, que presentan respeto al paso de una imagen.
Con la cuarta manzanilla ya acordamos que no hay mayor elemento democratizador en España que la Semana Santa. Aquí procesionan rojos y azules, ateos y beatos. En ningún momento del año se unen personas tan diversas para un fin común, como es la representación de la pasión de Cristo. La Semana Santa es cobijo de un mundo antiguo y nuevo, y ambas vertientes tienen cabida. Las cofradías responden a un doble espíritu que es la esencia de la fiesta: armadura de acero y cuerpo de incienso. La rigidez y la la laxitud que acoge a todo el mundo.
España está llena de Don Guidos, por supuesto, como el caballero andaluz del poema machadiano, porque nuestra religiosidad está repleta de ausencias y olvidos. Y esa es la esencia de la Semana Santa española, tan variada y compleja, reconocer la virtud y la hipocresía que todos llevamos dentro, la misma que nos hace sorprendernos al contemplar, en la distancia, a aquel trueno vestido de nazareno. España está llena de truenos que durante el año niegan a Cristo hasta que canta el gallo y llega el Viernes Santa. Y es hermoso que esta relación con la creencia, con la tradición, incluso con la memoria que cada uno lleva dentro, sea así. Contradicción dirán algunos. Es la vida pura, las fibras que se van tejiendo desde el nacimiento hasta la muerte.
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