Jesús Ferrero

Sobre héroes y tumbas

Apuntes desde la Bastilla ·

Machado y Camus, que lucharon contra el fascismo, me enseñan el camino contra la banalización y el peligro de querer resucitar el miedo de esos días

Sobre héroes y tumbas camino rezagado, en esta primera semana de agosto, reduciendo la marcha para leer el nombre de una ciudad extranjera, las coordenadas ... exactas de un lugar con acento francés. Me preguntan el motivo de venir desde tan lejos. Y la respuesta es difícil. Para acercarme a la verdad debería hablarles de una biblioteca familiar, de libros expuestos en las vitrinas como griales dorados, de lecturas a deshoras, noches en vela imaginando vivir en una alameda sobre el Duero, en una playa de Argel. Prefiero, sin embargo, hacerme el despistado. Me gustan los cementerios, respondo. Y me dejan seguir, con la mirada extrañada. Poca gente hoy en día busca la belleza en la muerte. En un viaje, los cementerios son un lugar de dolor ajeno y de estética poderosa. También de peregrinación. Mis pasos se dirigen hacia el pequeño camposanto de Collioure y al de Lourmarin, en el interior de la Provenza.

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Les cubre una luz eterna a Antonio Machado y Albert Camus. La del reconocimiento. El sol del respeto, de la benevolencia. Se ganaron en vida la admiración de sus lectores por lo que escribieron y por lo que fueron. En mi caso, se convirtieron en una especie de dioses tutelares desde que aprendí a sostener un libro con las manos. Visitar sus tumbas es una manera hermosa de rendirles homenaje. Su lectura, una especie de antídoto contra la estupidez de nuestro tiempo. Ellos, que lucharon toda su vida contra el fascismo (el escritor francés, arriesgando su vida en París; el español expulsado del país y condenado a morir a las pocas horas) me enseñan el camino contra la banalización y el peligro de querer resucitar el miedo de esos días.

Antonio Machado es el poeta de la infancia. Escribió como si le hablase a nuestro yo perdido con los años, ese que se esconde agazapado entre las hipotecas. Mis primeros pasos en el mundo de la conciencia lectora acontecieron con 'Campos de Castilla', manteniendo la respiración ante la muerte de Leonor, cansándome como un viudo más, a mis trece años, subiendo a El Espino, el cementerio soriano donde descansan los resto de una juventud perdida. En él avisté los campos castellanos desde una cercanía tan mitológica que se convirtieron para mí en algo similar a las playas de Ítaca. El huerto claro donde madura el limonero es parte de mi piel. Recordar sus versos resulta similar a contemplar una fotografía de un ser querido. Siempre está ahí, aunque se desvanezcan los años.

Con Albert Camus, en cambio, nació en mí el hombre crítico. Lo descubrí un verano tórrido, cuando tenía dieciséis años, con las calificaciones del instituto en la mano, siempre desilusionantes, y con el recado de un profesor para matar el tiempo entre playa y partidos de fútbol en la arena. El extranjero abrió una herida en mí que aún no se ha cerrado. Una posición frente al mundo, una actitud ante la sociedad y la política. Una manera inquieta de estar, de sentir, de pensar y de ser. Con el corazón encogido leía de nuevo los párrafos en los que Meursault camina por la playa argelina, con una pistola en la mano, preguntándose qué sentido tiene la acción de disparar, junto al mar más bello de todos, ese mismo Mediterráneo en el que me bañaba entre páginas de espuma. Después vinieron otros textos, más complejos, como 'El hombre rebelde', y otros susceptibles a las profecías, como 'La peste', leído quince años antes de que una pandemia nos condenase a vivir en la ciudadela oranesa.

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Siempre he considerado que Machado y Camus son ejemplos pulcros de intelectualidad, de compromiso frente a su tiempo. El Machado profesor de francés, recorriendo una España mísera y analfabeta, alejándose de los extremismos en una época de colas de serpiente, supuso en mi formación política un freno hacia los extremismos. Una enseñanza continua sobre cómo las ideas deforman al ser humano y lo convierten en mercenarios de las ideologías. Camus es la armonía total, la exigencia intelectual a la que todos deberíamos aspirar. Alguien que criticó la acción francesa en Argelia, siendo un 'pied noir', que combatió el nazismo escondido en las alcantarillas parisinas durante la ocupación y que no dudó en criticar a la Unión Soviética cuando la 'gauche' caviar moría de amor por Stalin, así como la bomba atómica de Hiroshima, en los fastos de esa paz americana con formol.

Frente a sus tumbas, el viaje cobra sentido. Me debo a mis días y no aspiro a emular derrotas pasadas. Hoy ningún español cruza los Pirineos a pie y los intelectuales no se esconden, como en 'El último metro', de Truffaut, tras las tramoyas para que no los deporten a un campo de concentración. Machado y Camus me advierten de que no caiga ni en la nostalgia ni en los extremismos, de no ser tan osado para creerme protagonista de la historia y de no mancillar la noble causa de su lucha para tapar la miseria de estos días.

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