Sánchez Dragó, el último irreverente
Nadie ha logrado elevar a tan altas cotas el nivel cultural de la televisión pública, hoy que adoptamos como cultura cualquier canto de sirena de las redes sociales
Sánchez Dragó ha muerto como a muchos nos gustaría vivir: libre de ataduras morales, escoltado por una biblioteca que cuenta, más que sus lecturas, el ... mundo construido a su alrededor. Se ha ido un hombre al que nunca le importó el polvo levantado en el camino que pisaba, ni el estruendo de su voz entre los múltiples públicos que lo han escuchado, antes y ahora. Ha firmado su necrológica vital rezando lo que tituló Neruda en sus memorias, a pocos días de morir, con la tinta aún caliente: «Confieso que he vivido». Y Dragó ha vivido. Vaya si lo ha hecho. Y no una vida, sino tantas como personajes habitan su biblioteca. Poca credulidad existe a estas alturas en la República de las Letras, y menos en la del espectáculo. Dragó habitó las dos, republicano en el escribir y monárquico en el espíritu, siempre pendiente de una fuerza superior que hiciera de los hombres una búsqueda incesante de sabiduría.
Publicidad
Muchas de las batallas épicas contadas por el autor ya enterrado no llegan a escaramuza, pero eso forma parte de la esencia misma de su vida. No se trata de confundir lo real con lo ficticio, sino de hacer de la realidad una extensión de la materia literaria. Carrère lo ejecuta con excelente prosa y Dragó lo practicó toda su vida, incluso antes de que naciera el autor francés. Firme defensor de una doctrina donde solamente cabía él, Sánchez Dragó siempre fue una rara avis en el panorama ideológico. Conoció la cárcel en sus años heroicos, como los nombra, cuando oponerse a Franco era valiente, y no una coreografía de estética mitinera. El Mayo del 68 le pilló lejos de los adoquines, ingiriendo psicotrópicos en Katmandú, junto a la cima del mundo. No le impidió, a su vuelta a Occidente, nombrarse heredero de aquella revuelta parisina. Representó, ya en nuestra transición democrática, una vertiente de izquierda hoy extinta, que se conjugaba con el liberalismo. Libertad por encima de todo. Incluso libertad para equivocarse, meter la pata y hacer el ridículo. La libertad como paradigma, así empleó sus días en lo que quiso, escandalizando primero a los obispos católicos y después a los obispos de esta izquierda nuestra que aspira a la perfección de las almas sin incienso.
Dragó no era un gran escritor, pero sí un excepcional contador de historias. Por su prosa desfila un tono culto mezclado con lo chabacano que a veces deslizaba cierta pedantería, pero los lectores que acuden a él ya saben cuáles son las condiciones que impone la esfinge hasta alcanzar el conocimiento. Repudiaba el cargo de intelectual y este artículo no quisiera contradecirlo en su pulvius sumus, pero pocos son los que durante estas últimas décadas han sido capaces de hablar con tanta inteligencia de tantos temas, con una profundidad ausente ya del debate público, convirtiendo los platós de televisión en ágoras de siglos pasados.
Porque Dragó fue un showman, a veces desnortado, otras veces erudito, pero siempre irreverente. Nadie ha logrado elevar a tan altas cotas el nivel cultural de la televisión pública, hoy que adoptamos como cultura cualquier canto de sirena de la factoría de las redes sociales. Negro sobre blanco, Todo está en los libros o Las noches blancas eran programas de altísimo nivel intelectual con invitados de primer orden, donde se debatía sobre fisiología humana, la existencia de Cristo, literatura, tauromaquia y se abrían debates en una España adormecida, como la eutanasia y el aborto. En el plató circulaban personalidades de primer orden, catedráticos, autores consagrados de las letras nacionales e internacionales, voces que conformaban una Escuela de Atenas en prime time, con audiencias más que dignas y cuyo principal hito consistía en demostrar que desde la televisión también se podía culturizar a la sociedad.
Publicidad
Algunos se quedarán con el Dragó polémico, el de Japón y las niñas prostituidas, provocación innecesaria que él mismo desmintió. Se le atacó no por la fechoría execrable, sino por ser Dragó. Pocos titulares llenaron las memorias de Gil de Biedma en que reconocía haberse acostado con niños filipinos. Pero claro, Gil de Biedma «es de los nuestros». Difícil fue siempre encasillar a Dragó en una trinchera política. Despedimos a una figura irrepetible y de difícil catalogación. Un hombre que se identificaba como lector, viajero y escritor, una trinidad laica que vuelve siempre. Leyó la vida a través de los viajes. Viajó por su escritura. Escribió sobre las vidas de los libros. Por su trayectoria comprometida con la libertad, una libertad dragoniana, se ganó el derecho a ser, en ocasiones, gilipollas. Y eso es lo que muchos pensarán de él. Pero era un gilipollas que siempre lucirá en mi biblioteca. Un gilipollas necesario que escribió un libro soberbio, 'Gárgoris y Habidis', un monumento a lo que fue, es y será siempre España.
Prueba LA VERDAD+: Un mes gratis
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión