En defensa de la libertad de expresión

Apuntes desde la Bastilla ·

He hablado con Soto Ivars en una biblioteca pública sevillana, escoltados por la Policía, mientras los manifestantes nos insultaban y gritaban

Domingo, 7 de diciembre 2025, 07:10

Sí, esta semana he presentado el libro de Soto Ivars sobre las denuncias falsas y me avergüenza tener que explicar por enésima vez que no ... hay una sola línea en la que niegue la violencia de género. He hablado con Soto Ivars en el vientre de una biblioteca pública sevillana, escoltados por la Policía Nacional, mientras los manifestantes nos insultaban y gritaban el nombre de las mujeres asesinadas en nuestra cara, como si él con su escritura y yo con mi lectura hubiésemos empuñado el cuchillo. He soportado días de presiones, de discursos políticos incendiarios que llamaban al boicot, que animaban a la violencia contra unos funcionarios públicos por permitir que se debatiese sobre un ensayo, que soltaban la bilis de una futura campaña electoral en las calles de una sociedad hastiada de odio y carente de diálogo. Me han arrojado a la cara la sospecha de la connivencia con la violencia machista, las miradas de decepción en el trabajo, los comentarios malintencionados en las redes sociales, las moralinas de personas que me conocen y que no entendían cómo utilizo mi verbo, mi presencia, para apuntalar un poco más la pirámide de huesos del dolor de las mujeres.

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Y ninguno de los que ha intentado silenciarme estos días ha leído ni una línea de 'Esto no existe'. Las denuncias falsas en violencia de género. Y no lo van a hacer. En primer lugar, porque para leer es necesario saber que las posiciones ideológicas con las que nos despertamos pueden variar al anochecer. Sucede en democracia, sucede donde hay debate y discurso racional, donde las ideas se ponen encima de la mesa y no se acumulan, como la pólvora, en el revólver del odio. No leerán nunca el libro porque prefieren asumir las proclamas repetidas, porque es más fácil disparar contra el mensajero que contra un estamento político que a izquierda y derecha lleva veinte años prometiendo el final del laberinto de la violencia y lo único que ha conseguido ha sido crear otros laberintos paralelos, donde el resentimiento y la descreimiento en el sistema ha crecido. No leerán nunca el libro porque en la España que nos estamos dando unos a otros es preferible gritar más alto, pancarta en mano, que reclamar la verdad y ajustar cuentas con la realidad.

Pasé miedo de camino a la biblioteca. También nervios y cierto rubor al escuchar las proclamas de odio al otro lado. Un grupo de señoras gritaba «fuera, machistas, de nuestras bibliotecas», como si el espacio público perteneciese solamente a ellas, como si las calles, el saber y la razón emanase directamente de su presencia por el simple hecho de considerarse progresistas, ese lado correcto de la historia que ha dejado a tanta gente en la cuneta. En el escenario, mientras conversaba con Soto Ivars, no pude más que verbalizar algo que me rondaba la cabeza. Me desnudé ante el público, pero sobre todo, ante mí mismo, ante mis dudas, ante mis reparos. Durante toda la semana he estado temblando ante la sola idea de equivocarme aceptando esta conversación, aguantando los insultos personales, atemorizado siempre por si una acusación de machismo pudiese acabar con mi carrera de escritor, de profesor de literatura para adolescentes, de articulista, de marido y padre honrado que busca la felicidad en la vida compartida, en el respeto hacia mis seres queridos y en el compromiso con la inteligencia y la buena conciencia. Y pensé que los mismos partidos que en el Parlamento de Andalucía llamaban al escrache y a la violencia contra Soto Ivars y contra mí han estado ocultando durante años los acosos sexuales de muchos de sus dirigentes a sus propias militantes. No es ideología. Es su supervivencia a costa de que la sociedad se enfrente.

Tengo razón. Tengo moralmente razón al aceptar la charla con Soto Ivars sobre una ley que desprotege a buena parte de la población. Pero sobre todo, tengo razón porque si nos permitimos el lujo como sociedad de silenciar ciertos temas molestos por la inconveniencia ideológica o electoral, dejaremos el terreno libre para que los extremismos recojan sus frutos. Es lo que está pasando con la ley de violencia de género, con la inmigración y con tantos temas que amenazan la estabilidad emocional del país. Si convertimos en tabús las heridas de nuestra democracia, el radicalismo envenenará las palabras que nos damos como punto de partida.

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Estoy cansado del tablero inclinado, de tener que justificar siempre que defender la honradez vital y denunciar la desfachatez de este gobierno no me convierte en un facha. Estoy cansado de la censura, de la autocensura, de las etiquetas flagrantes que insultan a la inteligencia, de las sospechas arrojadas a la cara con tan solo un titular. Cansado de que los debates en este país siempre lo decidan los mismos, esos que son los primeros en tratar a las compañeras de partido como objetos sexuales. Los que son incapaces de leerse un puto libro pero lanzan a la masas con sus antorchas, simulando que ponen a la mujer en el centro del debate. Y no, la utilizan como trinchera. Su Verdun particular donde la población se mata, mientras en Versalles las denuncias por acoso sexual sí se consideran falsas.

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