Belleza veneciana
Apuntes desde la Bastilla ·
Durante estos cinco minutos de lectura viviremos en un paisaje idílico, en la existencia de unos colores bien compensados, de hace quinientos añosTome pausa al leer este artículo. Olvídese del mundanal ruido, de los debates en el Senado, esos simulacros de hombres empequeñecidos vestidos con la toga ... viril, de los paraísos artificiales prometidos a golpe de decreto, de la educación pública, de las colas en la sanidad, de las huelgas de los jueces y abogados. Acomódese en esta columna que busca un exilio interior. Deje atrás Ucrania, la sequía, la lista de la compra, Doñana y los partidos que prometen fórmulas matemáticas para culpar al vecino de que las cuentas no salgan. Durante estos cinco minutos de lectura viviremos en un paisaje idílico, en la existencia de unos colores bien compensados, de hace quinientos años. Tonos que nos son familiares y de los que huimos porque el ritmo de las obligaciones dicta que no son útiles. Como si despreciar la belleza fuese un lujo moderno, y no la pestilencia que deja la mediocridad de nuestros días.
La vida no debería estar muy lejos de un cuadro de Tiziano. Es la belleza veneciana a la que me aferro cuando el día es turbio. Me refiero a esas pinturas campestres. Una Venus desnuda, púdica, tapándose torpemente el bajo vientre con una mano, mientras con la otra alarga su cuerpo, que es la medida de la perfección, la de ayer y la de ahora. Esa mujer que no existe y que representa el éxtasis de los sentidos, el bienestar de la mirada, venciendo, a pesar de los siglos, a la censura de los papas, la de los ilustrados, que veían en esas diosas cuentos para niños, y la de los nuevos curas, escandalizados por convertir a la mujer en un objeto. No es un objeto, es arte. Y el arte, por mucho que lo escriba Baudelaire, no es efímero.
A estas alturas usted comprenderá ya que me refiero, por ejemplo, a la Venus del Pardo, un cuadro que pagó Felipe II pero que por vericuetos varios, guerras diplomáticas y subastas, acabó en las manos del cardenal Mazarino, y por ende en una sala triste del Louvre, porque para pintura, pocos museos tan mal organizados como el parisino. Todos necesitamos, al menos durante un momento al día, sentarnos a observar nuestra Venus. En el Prado las hay, casi en multitud, también de Tiziano y sus seguidores, como si sus pasillos fuesen, en realidad, canales venecianos por donde transcurre la historia del arte en directo. Los cuadros no son fósiles. Al igual que los libros, cada mirada, cada lectura, aporta una nueva vida contenida en los personajes, en el color de la piel de la diosa, en el azul del cielo. Para algunos significa consuelo esa armonía de los cuerpos en plenitud. Otros anhelan acariciar la sábana que se desprende de la piel de Venus. La diosa es la medida de nuestros sueños, la distancia que ponemos a nuestra mediocridad, a nuestros límites. Es algo que trasciende el pincel.
Usted sabe de sobra que no vivimos en un mundo de faunos, ni de criaturas maravillosas. Al paisaje de nuestra realidad le falta vegetación, ríos que transcurran tranquilos, espumando las riberas, con animales bebiendo de los caudales, siempre rebosantes. Carecemos en nuestras ciudades de vida campestre, esos árboles que sí dejan ver el bosque, un prado de pasto salpicado de hierbas aromáticas. Cupidos sobrevolando entre las ramas, juguetones, despreocupados, enseñando la relatividad de las cosas, la minucia de las obligaciones cotidianas. Tiziano, que podía haber pintado a un dios furibundo, a Júpiter vestido de gobernante con sus falsas promesas, decide disfrazarlo de sátiro, rebajarlo a un dios menor, a un animalillo salvaje que solo piensa en disfrutar de la vida, sin saber nada de la obligación de vivir. Por eso no teme a la muerte. Ni Júpiter, ni el fauno ni nosotros al extasiarnos con el cuadro.
Lamento este paréntesis que le ofrezco, lector. A usted, que tal vez esperaba un análisis sesudo de la realidad de mi parte, y no una huida estética hacia otros mundos. Sin embargo, es la actualidad la que me obliga a acudir a una sala secundaria del Louvre y adorar a la diosa dormida, sensual como nuestro mañana, cuando no pensamos en el hoy. Un hoy en el que despreciamos a Venus. Incluso en el que nos hemos quedados sin dioses a los que adorar. No divinidades furibundas. Sino entes llenos de belleza y que hablan a través del arte. Lamento, de nuevo, hablarle este domingo de la belleza veneciana, de su luz mojada que se va deslizando sobre el cuadro, hasta caer en esta columna, hoy un poco torcida, maltrecha, casi deprimida, pero que ha encontrado la salvación en el último instante gracias a que aún quedan reductos de belleza en el mundo. Solo hay que buscarlos y sentarse delante de ellos. Aunque sea cinco minutos al día.
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