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Esto no puede volver a ocurrir» -declaraba Pedro Sánchez el día siguiente al gran apagón que dejó a toda España entre el pánico, la indignación ... y una gran dosis de civismo-. Lo ocurrido el 28 de abril solo entraba en los cálculos de negacionistas y seguidores de Nostradamus. Y, aunque solo fuera por una vez, acertaron. España abrió, en 2020 –junto con el resto del planeta–, un ciclo de acontecimientos distópicos y –lo peor de todo–, mientras que en la mayoría de naciones este contexto adverso se cerró con el control de la pandemia, en nuestro país no dejamos de vivir 'lo imposible'. Hace unos meses, una furibunda dana asoló Valencia y puso de manifiesto las debilidades de nuestro sistema de alarmas meteorológicas, de infraestructuras contra las inundaciones y de colaboraciones entre las diferentes administraciones del Estado. Todo lo que podía salir mal salió muy mal. El pasado lunes, los españoles se enfrentaron a otra situación inverosímil: la península ibérica oscureció, y dejó sin luz y comunicaciones a casi 60 millones de personas. Llama la atención que, en Ucrania, los misiles y drones rusos no hayan logrado, en todo el ciclo energético, un cero energético que afecte simultáneamente a todo el país, y que, en España, por un exceso de sol y viento nos hayamos quedado doce horas a oscuras. Sinceramente, y más allá de lo dramático que resultó todo para muchísima gente, la situación parece propia de un tebeo de Mortadelo y Filemón. A España se le están viendo las vergüenzas de una manera inapelable. La cuarta economía de la Unión Europea no se puede permitir el esperpento del 28 de abril. Perdimos mucha credibilidad de cara a terceros países y -lo que resulta tanto más triste- muchos españoles hemos dejado de dar por obvios los cimientos de nuestro sistema de convivencia.

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