¿Democracia o imperio?
¿Cuánto vale la soberanía cuando el soberano es un verdugo?
Donald Trump ha reconocido, durante esta última semana, la posibilidad de invadir Venezuela para derrocar a Nicolás Maduro. La frase –que en boca de cualquier ... otro sería una barbaridad puntual– adquiere en la suya el estatuto de una amenaza inminente. Y, sin embargo, lo verdaderamente inquietante no es Trump, ni siquiera la posibilidad real de una intervención, sino el dilema silencioso que su declaración expone con una crudeza inapelable: ¿qué hacemos cuando un imperialismo real se enfrenta a un dictador real? Maduro ha destruido Venezuela con una meticulosidad criminal que solo las dictaduras más eficientes logran sostener: presos políticos, hambrunas inducidas, ejecuciones extrajudiciales, torturas sistemáticas, colapso institucional, éxodo de millones de ciudadanos, derrumbe sanitario... La izquierda que aún lo defiende –esa minoría nostálgica que confunde épica revolucionaria con miseria planificada, retórica antiimperialista con sociopatía de Estado– practica la pornografía del autoengaño. Nadie con un mínimo de sensibilidad democrática puede negar que su derrocamiento constituye una necesidad moral urgente, incluso una deuda ética con quienes siguen viviendo dentro de una maquinaria de sufrimiento.
Pero aquí aparece el reverso, el ángulo ciego que tan convenientemente olvidamos: Estados Unidos, con su tradición de intervenciones envueltas en altruismo; con su manual de operaciones que violan el derecho internacional; con su tendencia a transformar cualquier territorio ajeno en un laboratorio para su ingeniería geoestratégica. El historial es demasiado evidente: Guatemala, Chile, Iraq, Afganistán, Panamá... ¿Qué legitimidad conserva un actor cuya manera de 'salvar' países suele consistir en rehacerlos a su imagen o, peor aún, en dejarlos en ruinas cuando el experimento no resulta rentable? ¿Podemos celebrar la caída de un tirano si la ejecuta un imperio cuya lógica se nutre de la instrumentalización de los pueblos? La tensión es brutal, y obliga a formular la pregunta en unos términos que, como españoles, quizás podamos comprender mejor: ¿qué hubiéramos pensado si, tras la finalización de la II Guerra Mundial, Estados Unidos hubiese anunciado que invadiría España para derrocar a Franco? ¿Lo habríamos celebrado como el amanecer anticipado de una democracia que tardó cuarenta años en llegar, o lo habríamos condenado como la enésima injerencia imperialista? Imaginemos la escena: una intromisión estadounidense que pone fin a los fusilamientos, a los presidios, a la represión sistemática, a la miseria económica cuidadosamente administrada. Imaginemos la posibilidad –simplemente la posibilidad– de haber evitado décadas de humillación colectiva. ¿Habríamos aceptado ese rescate a cambio de admitir que la democracia retornó por la mano del imperio? ¿El fin –la restitución de las libertades, la interrupción del terror franquista– habría justificado los medios –otro episodio de tutelaje geopolítico–? La respuesta no es tan evidente como muchos creen, porque exige una honestidad histórica que raras veces ejercemos: ¿cuántas vidas salvadas pesan más que un principio geopolítico enunciado desde un despacho universitario? ¿Cuánto vale la soberanía cuando el soberano es un verdugo?
El dilema venezolano reproduce este espejo deformante con una precisión casi obscena. Quienes se oponen a toda intervención externa –incluso cuando un régimen ha convertido al país en una maquinaria de dolor– defienden un pacifismo que es, en la práctica, una forma de cruel indiferencia. Quienes aplauden cualquier acción que pueda tumbar a Maduro corren el riesgo de legitimar la lógica imperial que ya conocemos demasiado bien y cuyo coste histórico nunca pagan quienes la celebran. Ambos bandos prefieren las certezas morales a las complejidades humanas; ambos reducen la tragedia a un ejercicio de coherencia: uno para mantener su pureza antiimperialista, otro para justificar el mal menor sin hacerse cargo del monstruo mayor que podría sucederle.
El problema es que seguimos pensando la política internacional como si aún fuese posible la pureza. Pero la pureza es un lujo reservado para quienes no están siendo torturados, ni exiliados, ni hambrientos. La pregunta que, por lo tanto, tensiona nuestra coherencia y principios éticos hasta el extremo es: ¿cuál es la moral que, en este caso, debemos priorizar: la nuestra –confortable y abstracta–, o la de quienes viven bajo una dictadura a la que nadie –ni la izquierda que se proclama humanista, ni la derecha que presume de realismo– parece dispuesto a detener? No hay salida perfecta –quizás ni siquiera una salida buena–. Pero sí hay un riesgo evidente: que nuestro escrúpulo se convierta en coartada para la perpetuación del horror. En el choque entre imperialismo y tiranía, el peor lugar lo ocupan siempre los ciudadanos atrapados entre ambos. Y tal vez lo verdaderamente obsceno sea que seamos nosotros, desde nuestra seguridad y nuestro lujo moral, quienes decidamos qué tipo de mal menor deben aceptar los demás.
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