Reabrir las heridas
Durante años no fueron posibles los duelos, los homenajes, pues aún vivía el dictador, y ahora, cuando es posible, tenemos la obligación de olvidarnos
Algunos empezamos ya a estar hartos de expresiones como esta, que solo usan los que en su día infligieron las heridas y nunca han dado ... la cara. Algo así como si el delincuente se quejara ante el juez de que se le recuerde su delito y se le acuse del mismo. Parece como si todos persiguieran el borrado del disco duro o la amnesia siempre que tengan algo oscuro que ocultar y para colmo, con esta triquiñuela, pudieran zafarse de sus responsabilidades, como si la heridas fueran naturales, pero reabrirlas para curarlas no estuviera bien. Así andamos desde la gran herida de la Guerra Civil y la represión de la posguerra, sin saber a qué atenernos, porque si pedimos justicia y reparación algunos que pertenecemos al bando de los perdedores, malo, y si no la pedimos, peor, como si la justicia constituyese una vergüenza social o una ignominia.
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Vengo escuchando desde hace algunos años atrás esta cantinela hipócrita que solo podría afectar a los malvados, a los que todavía hoy se consideran en falta, porque la conciencia es una cuestión personal y cada uno sufre sus pecados; y así vamos cayendo en una gran hipocresía, porque sabemos que no estuvo bien cerrar las heridas en falso en aquel tiempo en que pudo haber sido y no rendir honores a los desaparecidos del bando perdedor, pero sobre todo porque lo hicimos por puro miedo, porque no creíamos en nosotros como país, por miedo a romper las costuras mal cosidas de la paz a ultranza, por miedo a comprobar que todo aquello no estaba bien trabado y se desharía al primer empellón.
Por eso hace años que andamos con la misma monserga de no reabrir las heridas, como si limpiarlas, suturarlas y vendarlas fuesen operaciones que desbarataran o deshicieran el noble empeño de cauterizar las antiguas lesiones. Se trata en el fondo de un trauma nacional que con mucha dificultad lograremos vencer con el tiempo y el paso de las generaciones, tal vez porque somos un pueblo condenado a repetir nuestros errores, porque tenemos una memoria selectiva y solo olvidamos aquello que deberíamos recordar para siempre o porque nuestro sistema educativo apenas ha incorporado hace poco nuestra historia contemporánea a sus planes de estudio.
Aunque yo lo que venía a decir con estas palabras es que ya basta de esa tabarra archirrepetida de no reabrir las heridas con la que nos responden cada vez que intentamos realizar una crítica constructiva sobre nuestros errores pretéritos o llevar a cabo un análisis histórico sobre nuestro gran error del pasado, que costó un millón de vidas y que nos ha venido persiguiendo hasta nuestros días. Nos cuesta volver la cara atrás, como si no tuviéramos nada que enmendar del pretérito, porque nunca nos equivocáramos o porque nuestros yerros no fuesen lo suficientemente importantes. Así que es preferible no mirar, no desdecirse ni disculparse, no aceptar un apretón de manos y las consecuencias inevitables de la justicia reparadora y, si alguna vez miramos, no arrepentirnos de lo mal hecho, pues somos humanos y ya se sabe, como si serlo nos otorgara licencia para cometer barbaridades, todo antes que admitir el fallo, la culpa, cierto compromiso al menos y apechugar con las consecuencias inexcusables.
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Tal vez de aquí nos venga esa constante irresponsabilidad política con la que se invisten los diferentes actores de la democracia y terminan perpetuándose en el poder un poco manchados, es verdad que al final ganamos la guerra los buenos al cabo de algunas décadas de paz impuesta, pero apenas nos sirve de mucho si no podemos exigir reparaciones. Durante años no fueron posibles los duelos, los homenajes, los nombres en ciertas calles y la memoria, pues aún vivía el dictador y ahora, cuando ya es posible todo, tenemos la obligación de olvidarnos de las heridas porque lo otro no es de buen tono, no procede, como si la justicia fuese un carnaval que fuese y viniese a su antojo y las víctimas estuviesen condenadas a estar estigmatizadas para la eternidad.
Decía mi madre cuando era pequeño y me caía en aquellas terribles calles de mi infancia llenas de piedras, que me lavase bien la herida hasta que brotara la sangre nueva para que no se infectara. Y como en tantas cosas tenía razón.
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