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La parada de los monstruos

NADA ES LO QUE PARECE ·

La historia está repleta de seres deformes a los que gente con pocos escrúpulos ha ridiculizado

Viernes, 4 de septiembre 2020, 02:05

La historia del ser humano es la historia de una constante y pertinaz humillación hacia los seres más desvalidos e indefensos. De ahí –quiero imaginar– la defensa a ultranza de esas pobres criaturas que llevaron a cabo artistas y escritores tan representativos como Velázquez, Shakespeare o Miguel de Cervantes. Uno de los biógrafos y amigos de Ramón Gaya, Andrés Trapiello, me aseguraba haber visto con sus propios ojos al pintor murciano cómo, ante el cuadro titulado 'El niño de Vallecas', en donde Velázquez inmortalizó a un enano de la corte de Felipe IV, llamado Francisco Lezcano, lloraba a moco tendido contemplando esa expresión entre feliz y lastimera de un pobre muchacho, corto de estatura, largo de inteligencia y sentimientos, que era consciente de sus limitaciones, de la necesidad imperiosa de hacer reír a los más poderosos para poder ganarse el pan de cada día.

La historia está repleta de seres deformes a los que gente con pocos escrúpulos ha ridiculizado y explotado aprovechando su fealdad, su propia desgracia, su gran desesperación por ser diferentes al resto de los mortales. Me viene a la memoria el caso de Julia Pastrana, mejicana nacida en 1834 que no llegó a cumplir ni siquiera los treinta años. Fue exhibida, de lugar en lugar, como la Mujer Barbuda. Padecía el llamado 'síndrome del hombre lobo', y tenía el rostro y el resto del cuerpo cubierto de pelo negro y lacio. El mismísimo Charles Darwin quiso conocerla, y dijo de ella que 'su cara tenía el parecido de un gorila', que era el mejor modo de empeorar las cosas. Tras su temprana muerte, fue embalsamada y paseada por distintos museos de antropología de todo el mundo, hasta que recibió sepultura, por fin, ya bien entrado el siglo XXI. Ayer mismo.

Por no hablar de otro personaje mucho más popular gracias a una excelente película de David Lynch y a la soberbia actuación de John Hurt: 'El hombre elefante'. Se llamaba Joseph Merrick y vivió entre 1862 y 1890. Aunque era de carácter dulce y educado, con una inteligencia superior a la media, su malformación –hasta hace poco no se ha sabido que sufría el llamado síndrome de Proteus– le llevó a ser constantemente humillado. Los niños se apiñaban a su alrededor y señalaban las protuberancias de su cara, de sus manos, de todo su cuerpo, ya hecho, desde poco después de cumplir un año, al sufrimiento. El propio Merrick, que, a causa del peso de su cabeza, murió desnucado mientras dormía en una silla, escribió un poema que supone todo un largo lamento: «Es cierto que mi forma es muy extraña,/ pero culparme de ello es culpar a Dios».

Los restos de Miguel Joaquín Elezegi, es decir, el Gigante de Altzo, que vivió entre 1818 y 1861, han sido hallados por fin en el propio cementerio de su localidad natal, en un pueblecito vasco llamado Altzo Azpi. Llegó a medir 2,42 metros de estatura y sufría una enfermedad llamada acromegalia. Como los anteriormente citados, fue exhibido, como un animal cualquiera, en diversas cortes europeas, vestido de turco o de general de la armada para impresionar más aún si cabe. Fue recibido, en su propio palacio, por la reina más fea de la Historia de España, Isabel II. Miguel Joaquín, a la vista de cómo era capaz de impresionar a la gente, se calificaba a sí mismo como «un aborto de la naturaleza». Sus restos mortales, hallados y analizados por el prestigioso forense Francisco Etxeberria, fueron a parar al osario y no al panteón familiar para evitar que fueran robados por coleccionistas de rarezas y vendidos en el mercado negro. Sufrió enormes dolores a causa de su gigantismo, de la artrosis severa y la osteoporosis, por lo que Etxeberria ha llegado a afirmar que presentaba, a sus 42 años, el cuerpo de un anciano.

En la película de Tod Browning 'La parada de los monstruos' –'Freaks' es su título original en inglés–, realizada en 1932 y que se ha convertido en material de culto para los cinéfilos, hay una frase que resume todo lo anteriormente expresado: «Ellos tienen un código: lo que haces a uno, se lo haces a todos». Nadie podría explicarlo mejor.

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