No es país para viejos
NADA ES LO QUE PARECE ·
Ni tampoco para europeos que creen, ingenuamente, que en todos los lugares los valores se miden con el mismo patrónEn 1996, un libro del escritor ilicitano Vicente Verdú, titulado 'El planeta americano', ganó el prestigioso Premio Anagrama de ensayo. En la obra no se refleja nada que no hubiéramos visto ya en las películas. Nada que pudiera sorprender a una sociedad europea completamente americanizada, que imita sus fórmulas, que es capaz, incluso, de sacrificar sus viejos ritos milenarios, su propia idiosincrasia, su propia gastronomía saludable, rica en verduras y pescados, para lanzarse al abismo de la comida basura y de las malas digestiones.
Verdú, que siempre fue, por lo que yo recuerdo, un tipo templado, poco dado a la exageración, en sus páginas, escritas con su habitual brillantez y amenidad, no hurga en la herida, sino que pone en conocimiento del lector algunos aspectos insólitos y sorprendentes. Decía, por ejemplo, que en los Estados Unidos se podían visitar los cementerios sin apearse del vehículo, del mismo modo que existen establecimientos de comida rápida en los que no es preciso poner los pies en el suelo para irnos cargados a casa con una docena de hamburguesas y otro tanto de bebidas refrescantes en las que más de la mitad de su contenido es puro azúcar, refinado y blanco, que es un modo sutil y dulce de suicidarnos.
América sí que es diferente, por más que nosotros hayamos patentado el conocido eslogan que nos ha estigmatizado y que nos persigue desde hace lustros. La primera sensación –yo la experimenté en mis propias carnes al pisar aquel continente, a mediados de los ochenta, en el estado de Texas– es que todo es mucho más grande, desde la talla de las personas hasta la longitud de sus vehículos y de sus carreteras. Pero, al mismo tiempo, también es mucho mayor la soledad que todos llevan a cuestas como un pesado fardo, y el tamaño de la depresión que siempre les acompaña, como una especie de auriga que les susurra palabras al oído.
Durante estos días, tras la muerte de un ciudadano negro en los Estados Unidos –uno más que añadir a la interminable lista–, han vuelto a ponerse en evidencia las miserias de un país que lleva por bandera ser el paladín de la democracia y de las libertades humanas en todo el mundo. Pero la realidad supera, de largo, a la ficción. Las palizas que hemos visto en las películas, a cargo de un cuerpo de policía corrupto, propinadas a gente inocente, están al orden del día. Aún recuerdo mi estancia, a principios de los noventa, en el estado de Luisiana, en donde fui invitado a un congreso en una universidad de Nueva Orleans. Allí las diferencias entre negros y blancos eran abismales. Una diferencia que quedó patente en el desequilibrio en el número de muertos, de una y otra raza, tras el paso del huracán Katrina en 2005.
También tuve la ocasión de escuchar las cuitas de una colega norteamericana que, sin poder contener las lágrimas, me relató, con todo detalle, cómo la policía de su estado, en Kentucky, disparó contra su hijo de dieciséis años por saltarse un control rutinario. El muchacho resultó muerto, y, al final, después de la autopsia y de las correspondientes pesquisas, solo se trataba de un joven estudiante sin antecedentes penales que había cometido el 'pecado' de haberse bebido un par de botellines de 'Bud'. Primero dispara, y después pregunta.
Dejé de volar a los Estados Unidos en el año 2001. Y no fue por el atentado de las Torres Gemelas. Estaba harto de registros. Cansado de rellenar formularios en los que se me preguntaba si «está usted viniendo (sic) a asesinar al presidente de los Estados Unidos», si llevaba armas, artefactos explosivos, caracoles, semillas, queso o jamón en mi maleta. Estaba cansado de que, cuando me daba algún paseo después de la cena, antes, incluso, de las siete de la tarde, por las afueras de los lugares que visitaba, los coches patrulla se plantaran ante mí, impidiéndome el paso, y los policías me preguntaran, con tono amenazador y con la mano posada en el revólver, el típico 'Can I help you?', que me ponía los pelos de punta.
América, efectivamente, no es país para viejos. Ni tampoco es país para europeos que creen, ingenuamente, que en todos los lugares los valores se miden con el mismo patrón. Ellos no han tenido jamás un Mediterráneo, ni saben quién fue Homero. Ese es el verdadero problema.