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Siguiendo con mis sorpresas sobre los comportamientos humanos, estos últimos días me maravilla el grado de conocimiento que muestra tanta gente sobre quién puede ser ... el próximo Papa. Parecen conocer los nombres, las edades y los países de origen de los cardenales papables. Dudo que este renovado interés se deba a un súbito aumento de la fe.
Hablando de creencias, en mi caso, como la mayoría de los españoles de mi generación, conviví con la Iglesia católica durante la infancia, para luego alejarme al madurar y alcanzar un cierto nivel de pensamiento crítico. Supongo que soy uno más entre los muchos católicos culturales, pero más cercano al ateísmo en la práctica. Acontecimientos como el cónclave de estos días pueden ser una buena excusa para volver a enfrentarse a esas preguntas que, cada cierto tiempo, reaparecen como el eco de una inquietud: ¿existe Dios? ¿Tiene sentido creer? ¿Puede alguien acostumbrado a pensar en términos de la evidencia reconciliarse con la idea de un creador?
La ciencia, tal como yo la entiendo e intento practicar, trata de explicar el mundo a partir de observaciones, de construir modelos y verificar hipótesis. Es una herramienta formidable, pero no nos sirve cuando se trata de responder a cuestiones como por qué estamos aquí, o para qué. En esas preguntas empieza el espacio de la filosofía y el de la fe. Y aquí es donde nace el conflicto, o más bien, la incomodidad. A los científicos se nos presupone una especie de escepticismo obligatorio, pero la realidad es más compleja. Hay científicos brillantes que son profundamente creyentes. Y muchos otros, igual de brillantes, que consideran la fe una superstición inútil. La relación de la ciencia y Dios es tan larga como su historia. Newton, que formuló muchas de las leyes de la naturaleza, dedicó más páginas a interpretar la Biblia que a la mecánica celeste. Kepler, al describir el movimiento de los planetas, sentía que estaba desvelando la geometría divina del cosmos. Incluso Einstein, que no era creyente, hablaba del «sentimiento religioso cósmico» como parte inseparable del asombro científico.
Quizás parte del problema es semántico. Cuando se habla de Dios, cada uno entiende una cosa distinta. ¿Es ese ser con cuidada barba blanca que escucha nuestras plegarias? ¿Una presencia silenciosa que observa sin intervenir? ¿Un consuelo? ¿Una explicación para lo inexplicable? En el cristianismo, Dios tiene rostro y debe ser cercano y personal, aunque también infinitamente inaccesible. En eso, no está tan lejos de las teorías cosmológicas, modelos que permiten acercarnos al misterio, pero no poseerlo.
Más allá de la idea de Dios, lo que resulta difícil de asumir es todo lo que los hombres han hecho, y siguen haciendo, en su nombre. Las instituciones, los dogmas, las jerarquías, las exclusiones, las guerras. La enorme presencia humana en todo lo que rodea a la Iglesia, con especial visibilidad en este proceso de elección del nuevo Papa, trasciende lo estrictamente religioso. Si Dios existe, me cuesta imaginarlo demasiado preocupado por la teología, o por las disputas doctrinales y políticas. Lo imagino más cerca de la mirada limpia de un niño que se ríe sin razón aparente, o en la armonía del diseño de las lentes de nuestros ojos. O quizás simplemente en ese impulso inexplicable que nos hace cuidar del otro, o preguntarnos por el sentido de las cosas cuando nadie nos obliga a hacerlo.
Volviendo a la pregunta de si un científico puede creer en Dios, supongo que la respuesta es que sí, aunque no lo tenga fácil. Porque está acostumbrado a exigir pruebas y validaciones, y Dios no ofrece ninguna que se pueda medir. Pero tampoco se deja negar del todo, colándose por las rendijas de la duda. Se asoma cuando algo nos sobrecoge o nos conmueve. Creer también exige humildad, de la que muchos en el gremio de la ciencia andan, o andamos, bastante escasos.
En estos días en que los cardenales buscan un nuevo Papa, algo así como un nuevo rostro humano para lo divino, quizá sea un buen momento para volver a pensar en Dios. No como una certeza, sino como una posibilidad. Como un interrogante que se resiste a ser cerrado. Como una de esas preguntas que, aunque nunca se responden del todo, siguen siendo necesarias. Lo más humano no es ni tener fe, ni negarla, sino preguntarse. Y seguir preguntándose, incluso cuando ya sabemos que no hay respuesta. Buena suerte, por cierto, a esos hombres purpurados en su elección, que imagino estará, en última instancia, bien guiada por el Espíritu Santo.
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