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ÓSCAR Y VALERIA

Encendemos el televisor y aparecen muertos en la orilla del Río Bravo. Cambiamos de canal y todo, al desaparecer la imagen, vuelve a ir bien

Lunes, 1 de julio 2019, 23:20

He intentado evitar escribir esto con todas mis fuerzas. He procurado alejar la imagen de mi cabeza y ahuyentar la pena desde el martes, el día en el que Óscar y Valeria se ahogaron intentando cruzar el Río Bravo para pasar a Estados Unidos. He querido olvidarlo y calmar el dolor pero no he podido y, a las 5 de la mañana, me he puesto a escribir unas líneas dificilísimas con las que pretendo conseguir algo con toda mi alma.

Eran dos salvadoreños, padre joven y niñita de la edad de mi hija Martina. Junto a Tania, la madre, tenían una autorización de tránsito por México y estaban en una lista para pasar a Estados Unidos, pero en esa lista había 2.000 personas y cada día dejan entrar a 3. Es la corrupción moral de Trump y sus leyes antihumanas. No tenían forma ni recursos para resistir allí, así que decidieron cruzar el río y entregarse a las autoridades estadounidenses. Él la cruzó primero y volvió a por la madre. La niña, una vez en el otro lado, se volvió a tirar al agua. Pensé al principio que tuvo miedo, pero he leído que, cuando se la llevaba la corriente, saludaba como jugando. Entonces entendí. El padre, para que no supiera su hija que eran ilegales, que el país al que querían llegar los consideraba seres humanos inferiores, le contó que era un juego, que estaban bañándose en un río como los niños que se bañan en la piscina al otro lado. Él la cruzó y la niña, feliz, tal vez quiso seguir jugando. Él nadó a por ella pero fue demasiado. Aparecieron los dos, muertos, en un remanso tranquilo del río. Estaban dentro de la camiseta de él. Creo que, para no perderla, él la metió dentro de la prenda y nadó contra el río, contra el racismo, contra un mundo de mierda en el que un puto río marca la diferencia entre seres humanos de primera y de segunda. Un río de mierda, un río de dinero, un río de miedos, un río de cobardes.

El dolor me hace llorar mientras escribo y busco palabras que no encuentro porque no hay palabras para un horror así, porque hay penas que son más grandes que todas las palabras juntas. He dejado a Martina en el salón bebiendo leche y viendo la tele en un mundo sin miedos, que su madre y yo hemos confeccionado para ella y su hermano. Hemos trabajado mucho, hemos sido honrados, hemos merecido lo que tenemos, pero la distancia real entre Óscar y yo es que él nació en El Salvador y yo en Murcia. Que he nacido en un hogar en el que una madre ha podido criarme sin guerras, sin miserias, sin tener que cruzar ríos a nado. Mis méritos, lo que le he dado a mis hijos, depende en primer término de la suerte de haber nacido donde he nacido en el momento en el que lo he hecho. El resto es vanidad.

El lector podrá decir que mueren todos los días muchos, que el mundo está lleno de guerras, pero nada calma eso el dolor por el padre y la hija. Tal vez verme reflejado haya pronunciado más mi sensibilidad, pero he llegado al tope: ya no puedo ver a más gente ahogándose en el Mediterráneo. No superé la muerte del niño que se ahogó con las notas cosidas a la ropa para que al llegar a Europa supieran que era bueno. No he olvidado a Aylan muerto en la playa con su ropita de verano. Estoy harto y no voy a seguir soportando más.

Mi madre me educó en el cristianismo, en una doctrina de amor y generosidad, de igualdad en definitiva. Donald Trump dice ser cristiano, pero no lo es. Un hombre que manda separar a hijos y padres no es cristiano. Un hombre que ordena perseguir a los pobres por querer ser como él no es cristiano. Un hombre que legisla contra el ser humano no es un hombre. No sé qué haría Cristo en su situación, pero sé a ciencia cierta que no deportaría a la gente que se ha jugado la vida por dar un futuro a sus hijos. Cristo no hubiera enjaulado a niños. No se puede ser cristiano y pensar como Trump.

Basta ya de mezclar cristianismo y xenofobia como si fuesen unidos. El cristianismo que a mí me enseñaron es la antítesis del odio al extranjero. No se puede ser cristiano y odiar a la gente por nacer en otro sitio. No se puede poner el cristianismo al servicio de intereses políticos ni económicos, el amor no juega a favor de la explotación y la corrupción. Tal vez debamos repensar todo desde el principio porque el futuro que imaginamos no está saliendo bien y cada vez se hace más necesaria la imagen de Cristo expulsando a los mercaderes del templo.

Son las 7 de la mañana del viernes en Murcia. La gente se levanta y veo desde mi ventana las lámparas cálidas de habitaciones en las que padres e hijos se despiertan. Por el patio de luces sube un intenso olor a café. Hace calor y la vida sonríe a todos. Encendemos el televisor y aparecen Valeria y Óscar muertos en la orilla del Río Bravo. Cambiamos de canal y todo, al desaparecer la imagen, vuelve a ir bien.

Buenos días, primer mundo.

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