Nunca se fue
ALGO QUE DECIR ·
He aprendido que se puede estar con una persona de diversas maneras y que mi hermano José Cantabella eligió no marcharse de mi ladoHace un año justo que paseo en soledad por las calles de Murcia, acompañado eso sí de una voz cercana y cálida con la que voy conversando como si lo hiciera conmigo mismo, en ocasiones vamos juntos en el coche y nos permitimos, como hemos hecho siempre, frivolizar sobre el amor y sobre las mujeres, que tan importantes han sido en nuestras vidas y a las que hemos respetado y amado de un modo especial. Un año justo desde que le besé la frente fría y sudorosa por última vez y oí el sonido de mi móvil un par de horas más tarde, agorero y fúnebre, que me anunciaba la mala nueva, la peor nueva.
Ha pasado un año y no he parado de necesitarlo ni un solo día, aunque reconozco que Carmen, su mujer, y sus tres hijos lo han necesitado bastante más que yo por razones obvias. Nadie se ha quedado tanto tiempo a mi lado después de emprender su último viaje, salvo, quizás, mi abuelo; nadie ha continuado dialogando conmigo, riéndose de cualquier cosa, cruzando la avenida Alfonso X y la Plaza de Santo Domingo con un café granizado en las manos, mientras repasamos las últimas lecturas, que en su caso eran más abundantes que las mías y nos preguntamos por los últimos proyectos literarios.
Todo parece mentira o podría ser mentira, si tuviésemos el poder de volver atrás y cambiar el destino, pero mientras tanto, no tenemos más remedio que conformarnos con la terrible evidencia de nuestra condición efímera. Es posible que esa aceptación nos proporcione otros caminos para transitar la sabiduría y el conocimiento. Tal vez lo que fue un día, lo que un día nos ató a una persona, lo que seguimos recordando de ella constituya un misterio del que nadie podrá desposeernos, aunque, como en mi caso, no tengamos el apoyo de una fe trascendente.
Como José Cantabella, también mi única fe es la palabra, de la que emanan todos los sentimientos humanos, todas las sensibilidades y todas las ciencias. Éramos cofrades de páginas y títulos memorables en torno a los que no cesábamos de merodear un día y otro día, atentos a novedades gozosas, a esas ferias de libros que nos encontrábamos en nuestros paseos diarios y en cuyos anaqueles nos hallábamos como en casa.
No puedo evitar que cada día me tope con un motivo nuevo para llamarlo y consultarle un extremo, y eso es lo que hago muy a menudo en este último año de soledad, consultarle mis dudas, compartir con él mis inseguridades, participarle mis alegrías o informarle de algún acto sobre el que él ya sabe antes y mucho más que yo.
Un año después no ha cambiado en exceso nuestra relación, mantenemos el contacto diario, nos hablamos con más frecuencia, porque, el menos en mi caso, necesito cada vez más sus consejos, como si fuera mi hermano mayor, aunque era, es todavía, un año más joven.
La vida puede ser tan larga o tan corta como nosotros la percibamos; a veces pienso que los veinte años en que disfruté de su amistad inquebrantable tal vez fueron un solo día, una jornada larga y densa en la que hablamos, bebimos, comimos, compartimos amigos, fiestas y bodas, nos ayudamos y contamos siempre el uno con el otro, porque eso es lo que se espera de dos hermanos. Es verdad que la noche llegó antes de lo que suponíamos y que ninguno de los dos, para qué vamos a engañarnos, creía en un amanecer seguro, pero en estos últimos doce meses he aprendido que se puede estar con una persona de diversas maneras y que mi hermano José Cantabella eligió no marcharse nunca de mi lado.