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Mendicidad, mafia y falsa libertad

Lunes, 28 de septiembre 2020, 09:01

La mendicidad hace tiempo que es una de las principales lacras de la sociedad. El centro de las grandes ciudades atrae a quienes se ven atrapados por la pobreza. Mientras, hay políticos, responsables públicos incluidos, que se escudan en la falsa libertad de quien decide limosnear. Y, lo que es peor, se desentienden y lo dejan en manos de mafias que controlan esta humillante práctica. Las mismas autoridades reconocen que tales organizaciones operan sin obstáculos ante sus narices. Y nuestra Región no es una excepción. No hay más que darse una vuelta por las zonas más transitadas.

El problema es universal. He viajado lo suficiente para comprobar que en casi todas partes existe. Lo cual no justifica que en cada país se haga la vista gorda, por aquello de que el mal es general. Y no es tampoco preciso salir del terruño para comprobarlo por los medios de comunicación. Puede afirmarse sin temor a equivocarnos que los mendigos o pedigüeños –o como se les quiera denominar– ejercen su actividad por doquier.

Los 'sin techo' son protagonistas, a su pesar, en Nueva York ('homeless') –tristemente famosos por el cine y la televisión–, Moscú y Pekín. Igualmente sobreviven por la India o África, en lugares sobradamente conocidos, como Nueva Delhi y Estambul. Son una bofetada al progreso y a nuestra cuestionada sociedad del bienestar. En Rusia, además de en la capital, están en escenarios tan maravillosos como cerca del palacio de Invierno, en San Petersburgo. Algunos vestidos con ropa militar, lo cual resulta aún más chocante. En Pekín extraña más verlos, por tratarse de un sistema diferente, supuestamente solidario. Y avergüenza especialmente porque entre los que se acercaban al autocar turístico había tullidos que se movían como los simios. Se pasa un mal rato y te cuestionas si es posible evadirse y disfrutar ante tamaña injusticia. En los trayectos del aeropuerto al centro de las ciudades, en sus márgenes, se suelen ver las chabolas, que son la primera y última imagen del país. Buenos Aires y México son dos ejemplos lacerantes.

No hay que irse tan lejos para observar los barrios marginales en las grandes urbes. En Madrid hay unos cuantos arrabales de miseria, que se derriban y se reconstruyen casi al mismo tiempo. Y en Murcia, a menor escala, ocurre otro tanto. Cabe pensar que desde la Administración se tiene en cuenta; otra cosa es que se tomen las medidas suficientes para atajarlo. Junto con las instituciones públicas trabajan otras organizaciones especializadas, como Cáritas y Jesús Abandonado, por citar a dos de las más significadas. Ambas desarrollan una labor encomiable y son las que mejor conocen lo que ocurre en cada lugar. Esperemos que pronto el Ingreso Mínimo Vital sirva también de ayuda.

Es inadmisible que, actualmente, encontremos a personas que pidan dinero, tiradas en la acera o en las terrazas, para comer o alojarse. Y lo es porque –quiero creer– la sociedad cuenta, afortunadamente, con los recursos suficientes para atenderles dignamente. Para ello, la colaboración ciudadana es fundamental. Puede parecer duro, pero la solución empieza por, en vez de entregarles esa limosna a ellos, hacerlo a las instituciones responsables de encarar el problema. Solo de esta forma se evitará que las mafias sigan explotando un entramado tan difícil de desenredar.

Y, además de esa participación ciudadana, es preciso el acuerdo entre las fuerzas políticas. Pues no es la primera vez que algún gobierno municipal lo afrontó, con aparente buena intención, y la oposición les criticó su gestión, impidiendo llevarlo a cabo. A juicio de los opositores, proporcionar alimento y estancia en algún albergue no soluciona el problema, porque su obligatoriedad va contra la libertad individual de acudir o quedarse en la calle.

También se compusieron canciones enalteciendo la libertad de ese tipo de vida. «Seremos libres como flores en el campo/saber que nadie tu fracaso está esperando», dice una letra del asturiano Víctor Manuel. Quedaba muy poético, pero la realidad es que, salvo excepciones, resulta denigrante. Como ocurre ahora cuando vemos a personas tiradas en las aceras con un cartel justificativo. Que sea cierto o no lo que se cuenta, reclama la intervención de los poderes públicos para remediarlo. Y evitar el bochorno social.

No es lo mismo mendicidad que vagabundeo. Todavía recuerdo cuando en los años 50 en España, al menos en los pueblos, los mendigos llamaban a la puerta y pedían «una limosna, por caridad». En unas casas les daban alguna moneda; en otras, un pedazo de pan. Y en otras les decían «que Dios le ampare, hermano». «¿Quién es?», alguien preguntaba desde el interior de la casa. «No, nadie, un pobre». se respondía. Eran otros tiempos de penuria, desconocidos para la mayoría de la población.

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