La voluptuosidad de la nostalgia
Quería evitar llegar a la senectud y ya solo encontrar refugio entre viejos recuerdos
Me enternece recordar aquella canción, 'Lucía', en la que Serrat se duele diciendo que «no hay nada más bello que lo que nunca he tenido, ... ni nada más amado que lo que perdí». Yo siempre lo supe, quizás por eso me negué a tomar fotografías de mis viajes y mi vida, en general, que recogieran una juventud que añoraría para siempre. Quería evitar llegar a la senectud y ya solo encontrar refugio entre viejos recuerdos. Hoy se agolpan sensaciones en mi memoria, pero sin forma definida, sin que el detalle de la compañía, la falta de arrugas o el escenario supongan un elemento definitivo del momento y la experiencia vivida. Puedo así decidir la forma de mis recuerdos, sin que una foto me la dicte y sin caer en su síntesis mendaz y artificial.
Y es que, ¡qué fácil es dejarse llevar por el suave y dulce entusiasmo juvenil! Es siempre una envolvente y contagiosa alegría que parte, tengo para mí, del reciente descubrimiento, de la fresca toma de conciencia de la propia individualidad y la libertad personal. Por vez primera rebosa el corazón de júbilo al declararse partidario de algo y sentir que el criterio de uno sirve para encumbrarlo por ser único, magnífico, asombroso, inaudito. Aunque ustedes ya saben que, las más de las veces, se trata de lugares ya muy frecuentados, la verdad. Aun así, no deja de maravillar que unos ojos deslumbrados por el brillo del primer amanecer puedan transportarnos a ese momento en el que nosotros fuimos también testigos del milagro en nuestro debut a la vida consciente.
En ese momento de la vida, aún sin resabios, prevalecen el candor y la inocencia, lejos de la intemperancia que caracteriza a la patota (por decirlo a la argentina) más añosa y maleada. Se defiende algo, porque sí, sin que sea menester demonizar lo demás, ni discriminar al que no comulga con lo que uno decide amparar. «Bliss was it in that dawn to be alive, but to be young was very heaven» (qué bendición fue estar vivo en aquel amanecer, pero ser joven era el verdadero paraíso) decía Wordsworth, y nosotros con él. Todo pureza, emoción y estremecimiento.
Hay excepciones, no obstante, como la de Gilles Lipovetsky –cuya adolescencia quedó atrás, enterrada en el siglo XX–, quien se mostró arrebatado en reciente visita a la galería de las Colecciones Reales, que merece todos los vítores, por otra parte. Quizás sea porque ha sabido mantener intacta la capacidad para sorprenderse, quizás porque en francés se pueden usar cotidianamente verbos como émerveiller, frapper, sidérer, stupéfier sin que de la sensación de estar drogado. Confirma la regla, en cualquier caso.
Sea como fuere, fui testigo el otro día en vivo y en directo de ese arrobo, tras una tarde de toros de antología, cuando una muchedumbre de niños y adolescentes se echó al ruedo para celebrar a sus ídolos. Unos gritaban el nombre de Morante, otros acompañaban a Roca Rey, los demás jaleaban al torero local, Crespo. Todos convivían en paz y armonía moviéndose en perfecta cadencia, mientras el público, asombrado, miraba aquella escena de puro entusiasmo casi con arrebol. Acababa de sonar –esa banda es prodigiosa– el adagio del Concierto de Aranjuez, y ya nos invadía una emoción sincera, el espectáculo había sido de enorme intensidad estética y la noche permitía a los trajes lucir tremolando de gloria bajos los focos. La pera. Y cuando todo terminó, aquellos chavales saltaron corriendo para mostrar su opinión sincera, partidarios de los distintos maestros, con el corazón en la mano. Temblaban más los chicos que las cuadrillas durante las faenas. Fue grandioso.
En medio de toda aquella ilusión, una pareja se fue a los medios y él, gallardo, rodilla en tierra, le pidió matrimonio a su novia ante miles de espectadores que no daban crédito ante tanta torería. Fue todo tan sugestivo que nos quedamos en un estado de paz interior proto ataráxica. Una escena en la que no faltaba nada, siendo lo verdaderamente cautivador ver como la sangre joven era bombeada por la plaza por tantos corazones que latían al mismo ritmo. ¡Qué esplendor, qué apogeo, qué místico y a la vez, qué real! Será un recuerdo formidable.
En cualquier caso, hay otras opiniones que nos ayudan a poner las cosas en perspectiva. Me quedo con esto, de Abderramán III, el hombre más poderoso de su tiempo, «reiné medio siglo, envuelto por completo en victoria y paz, amado por mis súbditos, temido por mis enemigos, bien avenido con mis aliados (...) y no hubo dicha terrenal que no se agolpase a halagarme. Ante tan sumos logros, he recapacitado sobre los días que vine a paladear una alegría, profunda y cabal, y ascienden a catorce. ¡No cifréis, congéneres míos, vuestro amor en el mundo de aquí!» Sea.
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