Erudición y trampantojo
Las andanzas de Julio son antológicas, y el estilo de Peyró es el más indicado para dar virtualidad literaria a la vida de Julio. Pero algo falla
Leí, por casualidad, a Peyró en 'El Confidencial Digital' en 2009 y quedé deslumbrado. Daba igual que hablara de costumbres toscanas, de vino o de ... la dulce amargura de vivir. Siempre sabía pulsar con precisión en el ánimo del lector, con prosa ligera pero profunda que ya entonces usaba con enorme efecto, para alcanzar la complicidad en la fina ironía, en el doble sentido más requintado o en la maldad más sofisticada. Aún no tenía 30 años y su talento dominaba con vigor sus columnas, piezas casi de colección. Seguí leyéndole con interés y envidia, ¡cómo escribía el tipo!, qué bien bebía y qué gran leyenda estaba forjándose. Daba igual de lo que estuviera escribiendo, sólo hablaba de sí mismo. Me lo encontré en Juan Bravo, tomando 'gin- tonics', claro, y fui a saludarle. Encima simpatiquísimo.
Luego lo ficharon en Moncloa, nada menos, en donde escribía discursos para Rajoy, dando perspectiva y alzada a sus intervenciones. Vinieron los libros después. Seguía hablando de sí mismo, de comer, de beber, de vivir. Entusiasmaban sus largas sobremesas, sus botellas vacías, su aire tecnocrático e institucional, fruto de una esmerada crianza antiguorregimencial aunque naciera ya en 1980. Me lo decía un amigo hace muchos años, cuanto menos tienes que hacer más importante resulta vestir impecablemente. Así, intrépido, Peyró se paseaba por Madrid y sus restaurantes con blazer azul, corbata, gomina y zapatos recién boleados. De Cuenllas a Hörcher, toma ya. Nada que ver con Sostres, a quien encuentras en la terraza del Ritz, sí, pero con un desvaído niki que recuerda haber sido verde, aunque aparezca ya tornasolado por su familiaridad con largos ciclos de lavado a alta temperatura. Sus contemporáneos adoptaron otro estilo, de Gistau a Bustos, optando por el irredento 'look' postadolescente, por no hablar de Peláez, que sabe Dios cuándo se afeitó por última vez. De Landaluce y otras señoras prefiero no decir nada, yo ya tengo la mía, a la que por cierto nuestro protagonista le puso ojitos alguna vez. Mientras, Peyró no se quitó el blazer desde, probablemente, que hizo la primera comunión.
Su gran fuente de inspiración era él mismo, su visión de las cosas y, sobre todo, de las personas. Una mala leche de aúpa, cosiendo trajes a medida a todo quisque, destilando bilis, como González Ruano en 'Mi medio siglo se confiesa a medias', pero con 20 años menos, poniéndolos a parir con una gracia y una maestría que hacía desear estar en su lista corta de personajes más odiados. Llegó Londres, vino Roma –qué pasada– y empezó a firmar en 'El País'. Muchos habrían pensado que 'ABC' o, incluso 'El Mundo', le quedaban mejor, pero prefirió distinguirse al irse, un señor de antes, conservador y 'bon vivant', a divertir a los que le miran como una pieza de museo.
Los que disfrutamos de su prosa y su 'finezza' no estamos satisfechos, y nos sentimos con el derecho a decirlo
Pasaba yo unos días en España cuando salió su último libro, del que se hablaba semanas antes, y lo pude comprar en cuanto llegó a las librerías. Había elegido dar un pelotazo, estaba claro, decidiendo escribir sobre Julio Iglesias, de quien no se conoce biografía como tal, aunque la vida de Julio sea parte de la de todos los que tenemos una cierta edad. Precisamente. ¿En qué otra persona pública podría uno fijarse para semejante empresa? Alguien como Julio, a quien unir tu imagen escribiendo sobre él, tiene pocos competidores. Ninguno, probablemente. La operación era eso que ahora llaman un 'win-win'.
Me zambullí a toda prisa en el libro y, ay, avanzaba buscando a Peyró sin encontrarlo. Pensé en darle algo de tiempo. Seguro que la semana que viene, me dije, ya lo habré digerido y lo veré con otros ojos. Pero no. En fin, tiene momentos de gloria, con mucho humor, las andanzas de Julio son antológicas y paradigmáticas y dan para mucho, y el estilo de Peyró es quizás el más indicado para dar virtualidad literaria a la vida de Julio. Pero algo falla. Empecé a darle vueltas hasta que me di cuenta de lo que pasaba. Peyró había dejado de hablar de sí mismo. Es como si Trapiello, en lugar de haber escrito de Madrid, lo hubiera hecho de Nueva York. Ese es el problema del libro. Peyró habla demasiado de Julio y nada de sí mismo. No hay tensión, hay humor y calidad, sí, pero falta el voltaje al que nos tiene acostumbrados.
Celebro que el gran público esté comprando ejemplares a miles. A nuestro querido escritor le vendrá estupendamente para mantener su estilo de vida, nada asequible. Seguro que los libros anteriores no se vendieron tan bien. Sin embargo, los que disfrutamos de su prosa y su 'finezza' no estamos satisfechos, y nos sentimos con el derecho a decirlo. Y es que 'El hombre que enamoró al mundo' es, paradójicamente, un ejercicio de picardía que habla sobre un pícaro.
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