Nosotros, los entusiastas del Grand Tour
Nos ha dado tanto que hacer y en lo que pensar que se ha convertido en nuestro estilo de vida. Y lo ha sido para huir de la estulticia y la monotonía
Quizás por el cambio sociopolítico que experimentó España a finales de los 70; quizás por el proceso de modernización del resto de la nueva Europa ... de la que tanto añorábamos formar parte; quizás por la influencia de la literatura que caía en nuestras manos; quizás por la curiosidad que impulsaba nuestra vida para poder, al fin, descubrir lo desconocido; quizás por todo ello, formo parte de una generación que creció bajo el hechizo del viaje, del permanente viaje que es la vida.
Ver los Uffizi en Florencia, descubrir Estocolmo, hacer cabotaje por las islas griegas sin saber exactamente dónde estás, subir a Príncipe Real en Lisboa, ver a la vieja de Velázquez friendo huevos en Edimburgo, andar por Alemania del este poco después de que cayera el muro, rezar en el cementerio de Recoleta, ver el sol ponerse en Jemaa el Fna y sentir el embrujo ('fake') de las caravanas del desierto... todo con una buena dosis de literatura, nos hizo, con poco más de 20 años, menos ignorantes y más conscientes de lo que realmente éramos (o queríamos ser). Desde entonces todo ha sido un viaje, parando de vez en cuando a descansar, en el que no hemos dejado de ver pirámides en Egipto y rascacielos en Shanghái, bosques y montañas con Thoreau –fascinados siempre por personajes como él, como Pla, Montaigne o Kant, que prefirieron vivir en soledad–, Antillas, grandes y pequeñas; miseria en Conakry y otoños en Central Park desde la cafetería de Bergdorf Goodman. Y vengan libros, y paseos por la cuesta de Moyano. Y montones de libros disparatados que resultaron ser los más interesantes. Y otros que no nos gustaron y que abandonamos a la segunda página. Y otros que, siguiendo el ejemplo de Pepe Carvalho (cuanto nos gustaba leer a Vázquez Montalbán, y verle en televisión hablar de gastronomía, orondo, fumando, sentado repanchingado en esas butacas fantásticas de principios de los 80), terminaron en el fondo de la chimenea para expiar la mistificación y el divorcio de la realidad que, en ocasiones, representa la literatura.
El Grand Tour, en sentido literal y literariamente figurado, nos ha dado tanto que hacer y en lo que pensar que se ha convertido en nuestro estilo de vida. Y lo ha sido, fundamentalmente, para huir de la estulticia, de la monotonía (que no de la rutina), de la ignorancia y la mediocridad que hoy, como ayer, son moneda de cambio frecuente. Y hoy, como ayer, conviene preguntarse qué hay que hacer para evitar que alguno de nuestros hijos, ayuno de gracia, decida convertirse públicamente en el defensor de la nesciencia y necedad, a cambio de unas visitas en sus redes sociales, reclamándose paladín de la no lectura.
Hay una aristocracia del espíritu, claro que la hay, en sentido estricto, formada por aquellos que se cultivan y que, como la tierra, son capaces de rendir fértiles en beneficio de todos. Y hay otros, de los que no sabemos ni qué quieren ni para qué lo quieren. Enseñar a los cachorros qué es esa aristocracia espiritual pasa, necesariamente en nuestros días, por darles a los chicos a masticar libros de Javier Gomá y Enrique García-Maíquez, a ver si pueden digerirlos. Y llevarlos al museo, al que sea. Y hablarles de cosas fabulosas y legendarias. Y cuando lo entiendan, que asuman lo que eso requiere y se esfuercen cada día por conseguirlo. Son nuestra esperanza.
Porque, todo lo que no sea eso, ¿para qué? Todo lo que no sea 'Correr' con Echenoz; lo que no sea visitar el fondo oscuro del alma humana con Williams, con Faulkner, con Ellis; lo que no sea volver a ver el mundo con 12 años a través de las novelas de Verne; lo que no sea recorrer España con Pérez Galdós; lo que no sea quedarse rumiando una hora tras leer una sola página de Escohotado; lo que no sea aprender Rusia leyendo a Figes, ¿para qué? Todo lo que no sea aprender, saber, civilizarse, sofisticarse, elevarse, pensar, leer, viajar y vivir, que son la misma cosa, ¿qué es? Interpretar el conocimiento y la experiencia con exactitud y fidelidad a la realidad es solo posible leyendo, viajando y viviendo.
Mientras tengamos ilusión, seguiremos. Porque aún nos queda Samarcanda, y releer a Ruy González de Clavijo mientras vemos la sombra del Gran Tamerlán ocultarse por las esquinas del Registán; y embarcarnos en el de Elcano, con Pigafeta como compañero de litera, y pensarnos en las Molucas; y volver al Peloponeso a sentir, con Tucídides, cómo se hizo la historia, y terminar el día en el restaurante de la última planta de una torre de Kowloon, a 400 metros de altura, con una copa de vino de Jerez en la mano mirando Victoria Harbour, con la certeza de que a la mañana siguiente seremos mejores.
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