Mamá, quiero ser filólogo
APUNTES DESDE LA BASTILLA ·
Las carreras humanísticas han quedado como un jarrón exótico que exhibir en el salón cuando hay invitados para cenarDemetrios era un pescador de esponjas de Kálimnos. Tras décadas dedicadas al trabajo en el mar, dejó los arpones y las largas jornadas de buceo ... para pasar lo que le quedaba de vida en tierra. Se hizo amigo del filósofo helenístico Paterios, quien le enseñó a leer y le descubrió los secretos de su biblioteca. Uno a uno, Demetrios fue leyendo todos los papiros guardados en cofres, historias que describían tierras en las que nunca estaría y pensamientos tan originales que le hicieron cambiar su forma de entender el mundo. Un día, ansioso de comunicar el secreto de la lectura a su nieto, Demetrios le desveló la misma biblioteca en la que se había refugiado esos últimos años, pero el joven estaba más interesado en la vida en el mar que en esos legajos de papiro y apenas prestó atención al hallazgo. En efecto, gracias al mar se ganaban la vida la mayoría de los griegos, y de los libros muy pocos. La historia la cuenta Mario Satz en 'Bibliotecas imaginarias', pero podría traducirse a nuestros días.
La juventud desprecia el latín y el griego, nos han hecho creer en estos últimos tiempos. Hoy en día para ser un ciudadano de provecho nuestros nenes deben estudiar Economía, Medicina, Derecho e Ingeniería. Las carreras humanísticas han quedado como un jarrón exótico que exhibir en el salón cuando hay invitados para cenar. Reflejos tibios de un pasado glorioso pero que desprecian la utilidad del presente. Lejos quedan las declinaciones y los verbos polirrizos, nombres que horrorizan a la mayoría del público como ese fantasma de la vieja escuela, al mismo nivel que los reyes godos. Y sin embargo ahí llega Gabriel Plaza, ese chico con aspecto de soldado espartano, el cabello cortado a casco, rapado en los extremos y las mangas abiertas de hoplita, con 18 años recién cumplidos, con un 13,9 de media en la Ebau, afirmando que quiere estudiar Filología Clásica, que prefiere el irreductible mundo clásico, con sus derrotas, sus colas del paro y el destino de camarero perfilando el horizonte a otros puertos más seguros. Le han dicho al estudiante termopilense que la auténtica vida está en la ciencia, que de las letras basta leer de vez en cuando un libro, que la vida ávida de dólares le espera en otras ramas del conocimiento. En definitiva, los cantos de sirena entonan balanzas bursátiles, pero él, provisto de cera de abeja en los oídos, se dirige seguro hacia su Ítaca.
Es sintomático que una sociedad que se enorgullece de enarbolar la libertad en todas sus esquinas se permita el lujo de criticar al más brillante de sus estudiantes por querer estudiar Filología Clásica. El mundo empresarial habla de práctica, en contraposición a la memoria. Parece que la excelencia solamente es reconocida en el ámbito tecnológico, un error cortoplacista propio de sociedades que olvidan los fundamentos del conocimiento. Este desprecio a las Humanidades se cultiva en los centros educativos, creando clases de primera y de segunda y convirtiendo las letras clásicas en un cajón de sastre de repetidores y estudiantes perdidos como llaneros solitarios. Yo mismo soy consciente desde mi puesto de profesor. Las leyes educativas que se van sucediendo no dudan en asfixiar aún más las materias de letras, recortando su temario, mientras aparecen otras de indudable importancia, pero que crecen a costa de esos fósiles bibliotecarios.
Todo empieza por el desprecio de la lectura. El falso dilema de esforzarse sin obtener recompensa inmediata. En numerosas ocasiones he encontrado alumnos que se han negado a comprar un libro con el argumento de que es dinero perdido. La administración, por supuesto, apoya esta idea. Es inútil explicar al ejército de Antajerjes que las Humanidades dotan de sentido a nuestro día a día, ayudan a comprender el presente impulsándonos en el pasado. Y es inútil porque la sociedad, desde las familias hasta los medios de comunicación, les bombardea con atajos vitales: ganar dinero prescindiendo del conocimiento.
Me gusta acordarme del caso de Cristóbal Colón como paradigma perfecto entre las letras y la ciencia. El marinero genovés cambió el mundo a través de la técnica. Sus barcos parieron un mundo nuevo, la Edad Moderna, pero partiendo de un estudio de los clásicos no exento de humildad. Colón sabía que para descubrir primero había que leer, que para romper los moldes sociales había que apoyarse en los sabios antiguos. Para llegar a América había que leer a Ptolomeo. Fue un enano a hombros de gigantes. Eso lo sabe Gabriel Plaza, el espartano de la Ebau, quien no se ha dejado abrumar por lo práctico y no ha renunciado a la belleza, a combatir el hoy con épica y pensamiento crítico, habitando la patria sentimental de todos los que amamos las letras.
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