El lunes tengo mesa en el Salzillo
Creo que salir a gastar es patriótico. No hablo de derroche ni ostentación sino de gasto, de llevar dinero a las calles
Durante el confinamiento he cambiado la piel, como hacen las serpientes. Me he quitado algunas cosas que habitaban en mí pero no eran mías, rasgos de mi conducta que se habían ido calcificando en mi día a día haciéndome otra persona, alguien que no era yo.
Soy fruto de la educación del lugar en el que nací y decidí vivir, y eso tiene cosas buenas y malas. Entre las segundas está esa idea de no exhibir lo bueno conduciendo los éxitos bajo la guía de la falsa modestia. Hay más comportamientos impostados en mí y tal vez en muchos de nosotros y muchos ocultan los pecados capitales bajo una capa de corrección formal, sumergidos en el depósito de hipocresía que cargamos de serie, que no se estudia en los sistemas del cuerpo pero que todos sabemos está ahí.
No ha sido una epifanía, no me he caído de ningún caballo (mi vida no ha sido tan interesante confinado) pero sí he tomado conciencia de la fugacidad de mi tiempo aquí. Ocurrió de manera accidental, con un reto que los scouts le propusieron a mi hijo Hugo. Había que buscar una foto de cuando eran más pequeños y reproducirla hoy. Carolina encontró una en la que debía tener unos tres años y tomaba a su hermana Martina, una bebé de pocos meses. Repetimos la foto y descubrí una cosa: mis dos chiquitines, mis bebés, son un tío y una tía carlancos. Las largas piernas de los dos se salían del enfoque. Habían crecido sin que me diese cuenta y, desde luego, sin querer yo que eso ocurriera.
Esta convivencia de los cuatro en casa ha dejado en el haber algunos de los mejores días de mi vida. Días de ternura y sofá, de café caliente y dibujos animados viendo llover, porque ha llovido como si nos hubiésemos confinado en Edimburgo. Hemos estado juntos, hemos resistido el miedo de las noches llenas de fantasmas y los días de azoteas ilegalmente compartidas desde las que se veía a vecinos dando vueltas por otras azoteas como si el mundo fuese al revés y los leones nos hubiesen encerrado a nosotros en sus recintos del zoo. Días de bizcochos y contabilidad de muertos anónimos. Días de aplausos en el balcón, de pancartas con ese mantra que nos ha mantenido fuertes: todo saldrá bien. Cuando todo esto pase quitaremos la sábana en la que lo pintamos con colores, la doblaremos y la guardaremos en el trastero. Dentro de muchos años alguien la encontrará y sabrá lo que es. Será una antigüedad que contará los días que pasamos encerrados, cuando el mundo se debatía entre sombras pero seguirá siendo el resultado de una mañana en la azotea pintando y divirtiéndonos, plantando cara al horror con la mejor sonrisa que tenemos los cuatro.
Hace días pasé por delante del Salzillo, nuestro restaurante de cabecera, el lugar que, como decía la canción de Cheers, todo el mundo sabe tu nombre. Es el sitio donde nos gusta todo. Reservé una mesa para el lunes 25, el primerísimo día que se podrá comer dentro de un local. Fue emocionante. Desde entonces Carolina y yo hacemos planes para ese día en el que volveremos a nuestro restaurante y celebraremos el fin de un tiempo extraño, lleno de sensaciones de todo tipo. Tan lleno de sensaciones que nos ha agotado.
Necesitamos celebrar. Decía al principio que me he desprendido de comportamientos impostados y no me duele prendas decir que he sido muy feliz o que hay que salir a gastar. Está claro que las circunstancias son duras, que ha muerto gente, que hay muchos que van a pasar las de Caín, pero tengo la inmensa fortuna de poder ir al mejor restaurante de la ciudad y gastar un poco de dinero. Diré más, creo que salir a gastar es patriótico. No hablo de derroche ni ostentación (estoy muy lejos de poder o querer actuar así) sino de gasto, de llevar dinero a las calles. Si no estamos para el Salzillo ¿por qué no volver a los reclutas de Las Jarras? Es tiempo de ahorrar, sí, pero el fin de este confinamiento se debe conmemorar, celebrarlo de alguna manera, tal vez es el momento de comprarnos un capricho en la joyería Del Campo, y si no de un libro en Diego Marín, una camiseta fulgurante en Quasimoda, una obra de arte en Fail Studio, una pluma en la papelería Rambla o un vino de esos que no bebemos todos los días en Martínez Barba. Cerremos etapa, conmemoremos. Gastemos un poco, seamos el motor de la economía a través del consumo.
También hay que decir que, si hemos podido gastar esa pasta en el Salzillo o en otra merecida celebración, también podremos ayudar. No hablo de caridad, hablo de un espíritu solidario que nos haga sistemáticamente compartir con quien está trabajando por los demás, bien sea Cáritas o cualquier otra ONG. Eso es lo mejor que podremos hacer por ellos y por nosotros, pero no olvidemos que la verdadera forma de ayudar es pagar impuestos con los que mantener un estado que, con todos sus fallos, ha creado un lugar en el mundo para vivir, pensar y trabajar como lo que entendemos hoy por España.
El lunes 25 mi socia y yo estaremos en el Salzillo deseando brindar por todos vosotros y por un futuro necesariamente mejor. Brindaremos por la vida. Casi nada.