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El título se lo debo a un buen compañero experto en gestión de la demanda eléctrica tras lo sucedido hace unos días y que nos ... dejó boquiabiertos entre velas y transistores a pilas. Durante esas primeras horas en que las emisoras ofrecían las primeras pistas, llegué a creer que el análisis se proyectaría desde la asepsia de lo técnico y con poca demagogia, y todo por la eficacia y dinamismo con que se cedía espacio a expertos por parte de los tertulianos habituales que se preparaban para radiar el cónclave y las gestiones del camarlengo. Carl Sagan ya advirtió que «vivimos en una sociedad absolutamente dependiente de la ciencia y la tecnología y, sin embargo, hemos organizado inteligentemente las cosas para que casi nadie las entienda». Esta receta para el desastre se nos materializó en forma de apagón y, a la espera de las conclusiones definitivas en unos meses, representantes políticos y tertulianos de equipo ya habían desenvainado la faca de las responsabilidades horas después de que la luz volviera a nuestras casas.
Pretender relacionar causa y efecto a toda costa se ha convertido en un ejercicio de demagogia excesivamente extendido. Medias verdades, cuarto y mitad de omisiones, una onza de datos descontextualizada y una pizca de conspiranoia son las herramientas de tuiteros anónimos y voceros infames que dificultan que podamos formarnos una opinión confiable sobre lo que está pasando. Daba igual si las fuentes asíncronas ocupaban el sesenta o el setenta por ciento del pull de producción o si las nucleares estaban en punto muerto, enfriando combustible o en la ITV. El enfrentamiento ideológico estaba servido, sus ponentes retratados, y los potenciales culpables identificados. De esta guisa, la presunción de inocencia brilló por su ausencia.
El tráfico aéreo, las vacunas, las obras hidráulicas o la atención psicológica son hazañas de nuestro estado de bienestar que no son infalibles al cien por cien y debemos asumir que no hay soluciones matemáticamente perfectas para evitar un aterrizaje de emergencia, una reacción alérgica, unas inundaciones o un largo periodo de depresión. De esa imperfección se aprovecha la demagogia de baja estofa para construir discursos sobre cualquier cosa y proponer una pseudociencia propia para cada fenómeno, de manera que se pueda identificar al anfitrión de la culpa, especialmente si hay que lamentar fallecidos. Si preguntamos quién estaría dispuesto a un apagón de diez horas cada cinco años por una factura de la luz el triple de económica, creo que no nos sorprendería el elevado número de adeptos. Mi madre, que alumbró su posguerra con carburo, seguro que sí. De hecho, en los contratos que firmamos con las distribuidoras, damos como bueno que podemos pasar tres horas sin luz y diseñamos equipos de respaldo en servicios críticos para esas vicisitudes. Lo anómalo, lo extraordinario, lo que queda fuera de nuestra zona de confort, siempre es difícil de digerir. Necesitamos educarnos en nuestro compromiso con las decisiones que asumimos como país, que no hay sistemas infalibles per se, y pondría en el banquillo una temporada a los capitanes a posteriori. El discurso del «no tenía que haber pasado» aderezado por un «de ninguna manera» debería dar paso a «esto podría pasar» y, añado, debemos ser responsables de minimizar los riesgos de nuestras decisiones colectivas.
Me quedo con el consuelo de que en estos días ha emergido algo más de tecnología en las conversaciones domésticas. Ha sido todo un ejercicio de ciencia ciudadana gracias a muchos ingenieros que se han esforzado en ofrecer información fiable y dibujar un contexto que permita tranquilizar un poco más a la población. Hay por delante todo un futuro de situaciones que, cuando se produzcan, tendrán como espectador en fila cero un selecto ejército de comentaristas 'low-cost' especialistas en buscar responsables desde la ideología y el sectarismo. Si se hubiera fisurado la presa de Forata, de poco hubieran servido comidas más breves y haberse puesto el chaleco y la emisora a la hora que todos los valencianos lo merecían, sin ninguna duda. En ese escenario hipotético, se habrían buscado las opciones habituales, alguna falla en los materiales o el proceso de construcción de la presa, algún técnico que no elevó un informe de mantenimiento lo suficientemente riguroso o el olvido de algún plan hidrológico arrumbado en un cajón. Pese a los coeficientes de seguridad, siempre hay agraviados en los desastres y no puede ser que la culpa se la jueguen al póker entre los mismos, en plaza pública y con las cartas marcadas. No creo que deba haber una jurisprudencia para la evaluación de riesgos, y preferiría menos propensión por las togas de inquisidor que, inexorablemente, siguen teñidas de color político en la arena de los medios de comunicación.
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