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Medicina para diputados

La Zarabanda ·

Lo pifostios que se forman en los escaños requieren tratamiento

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Domingo, 22 de noviembre 2020, 10:52

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Hace unos días enchufé la tele. Y lo que vi me dejó algo turulato. No por lo que se decían, que era ininteligible. Tenían montado un pifostio muy considerable. Unos aplaudían frenéticos, como si le pidieran al torero otra vuelta al redondel. Otros hacían su ruido particular, golpeando con las manos la madera de la bancada. Daba la impresión de que se les hubiera ido la cabeza.

El lector entenderá que, de vez en cuando, me refiera a Galdós. Le recuerdo que este año se celebra el centenario de su muerte. Don Benito sabía mucho de Cortes. Las frecuentó y escribió sobre lo que en ellas sucedía. Por eso lo he convocado. Para que nos eche una mano sobre cómo tratar follones iguales o parecidos a este que acabo de relatar.

A su pluma me encomiendo para contar lo sucedido a un diputado de nombre Rufete. Dice: «El médico va de uno a otro, interrogándoles, contemporizando graciosamente con las manías de ellos, sin dejar de hacer objeciones». Tocante al concreto Rufete, «la movilidad de sus facciones y el llamear de sus ojos, ¿anuncian exaltado ingenio o desconsoladora imbecilidad? No es fácil decirlo, ni el espectador, oyéndole y viéndole, sabe decidirse entre la compasión y la risa».

Ahora interviene Rufete: «Permítame Su Señoría que me admire de la despreocupación con que Su Señoría y los amigos de Su Señoría confiesan haber infringido la Constitución. No me importan los murmullos. ¡A votar, a votar! ¿Votos a mí? ¿Queréis saber con qué poderes gobierno? Ahí los tenéis: se cargan por la culata».

«¿Se han reunido todos los ministros? –continúa–. ¿Puede empezar el Consejo? ¡El coche, el coche, o no llegaré a tiempo al Senado! Esta vida es intolerable. Y el país, ese bendito monstruo con cabeza de barbarie y cola de ingratitud, no sabe apreciar nuestra abnegación, paga nuestros sacrificios con injurias, y se regocija de vernos humillados. ¡Pero ya te arreglaré yo, país de las monas!».

«Acércase a él un señor serio y bondadoso, pónele la mano en el hombro con blandura y cariño, le toma el pulso, lee levemente en su extraviada fisonomía, y volviéndose a un joven que le acompaña, dice a este: 'Bromuro potásico, doble dosis'».

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