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Margaret se levanta todas las mañanas muy temprano, fiel a la costumbre que le inculcaron sus padres desde niña. Desayuna apenas un té y enseguida ... se viste. La ropa está preparada desde la noche anterior, dispuesta de forma ordenada sobre una vieja silla de madera. Por la mañana elige el calzado tras asomarse por la ventana y contemplar el clima siempre cambiante de Londres.
Se arregla con pausa, ordenando bien su pelo encanecido y aún tintado. Se lo atusa y lo recoloca con la palma de su mano con suavidad, acariciándolo. Apenas se maquilla. Sólo algo de sombra de ojos. Eso sí, se pinta los labios con esmero, porque el carmín le da la seguridad que le ha quitado el paso de los años sobre su piel. Se mira en el espejo, coqueta, y sonríe a su sonrisa.
Sale de casa antes de las 10 de la mañana. Vive en un barrio periférico de la ciudad, en el mismo edificio desde hace más de 50 años. Camina unos metros hasta la boca del metro y viaja algunas paradas, hasta la estación de Embarkment. Allí, se sienta en un banco, siempre el mismo, hasta que le vence el dolor de espalda. Sentada allí, Margaret observa a la gente pasar y les sigue con la mirada, sin ningún gesto, sin centrar sus ojos en nada ni en nadie. No lee su móvil ni saca un libro. Sólo permanece sentada allí. A media mañana, se levanta y deshace su camino de vuelta a casa.
Alguien que la observe puede pensar que Margaret es sólo una anciana que acude al metro para huir de su soledad. Estamos acostumbrados a juzgar a la gente por las señales superficiales que nos aporta lo que vemos, sin conocerlos, sin matices y sin contexto. Desconocemos la batalla que estará librando cada persona con la que nos cruzamos y el conjunto de decisiones que le han llevado al lugar en el que nos tropezamos con ella.
Frente a nosotros desfilan personas que, quizás, poseen una historia conmovedora e invisible a nuestros ojos. Podemos imaginar su biografía, pero con seguridad nos quedaríamos cortos. Son historias de personas que sufren, que aman, que pierden y que pelean con las cartas que les han tocado en la vida. La lucha quizás arrugue su rostro y curve su espalda, pero siguen jugando para ganar.
Margaret viaja al metro de Embarkment todas las mañanas porque allí se encuentra con el que fue su marido, Oswald Laurence. Él murió hace más de 15 años, pero su voz sigue resonando en la estación cada minuto porque fue él quien, en los años 50, se encargó de grabar uno de los avisos más famosos que se emiten por la megafonía, el conocido «'Mind the gap, please'», advirtiendo a los pasajeros del peligro del espacio que existe entre el andén y el tren. De hecho, en la actualidad, mientras en todas las estaciones del metro de Londres se escucha una voz en 'off' digitalizada, en Embarkment se sigue escuchando la voz de Oswald.
Somos espectadores ignorantes de las vidas de aquellos que nos cruzamos en la calle. Vemos su aspecto, pero desconocemos lo que les ha llevado hasta allí. Una enfermedad, una tragedia familiar, un exceso de confianza o una traición. Por eso, cada vez que me cruzo con un vagabundo, cada vez que alguien acerca su mano para pedirme una moneda, procuro mirarle con amabilidad y empatía, para no olvidar que yo podría estar en su lugar.
Pero nuestros ojos no sólo nos ocultan las vidas duras de los pasajeros de la calle. Las caras desconocidas esconden también, por qué no, bellas historias de amor imposible, aventuras que ni siquiera podemos imaginar. Personas que pasean frente a nosotros y que tienen una constelación de historias que contar si alguien fuera capaz de escucharlas más allá de su rostro. Historias como la de Margaret, que cada día se encuentra con el amor de su vida en el metro de Londres, atravesando los avisos de megafonía de la estación, mientras suena de fondo 'Come What May', aquella canción en la que Christian y Satine prometían que, «pase lo que pase», se amarían «hasta el último de mis días».
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