Soy un poco antiguo y pienso que aquello que se llamaba «horario infantil y juvenil» sigue siendo para los niños y los jóvenes, no para ... nosotros. El llamado 'tardeo', donde la gente supuestamente adulta se va de postureo y de copas a una hora en la que hace medio siglo en la tele aún no había empezado el 'Barrio Sésamo', me parece que va contra cualquier noción de lo adulto. Es una imposición de las élites políticas para que la gente obediente se recoja temprano, no haga ruido y vote bien.
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Nos contaba Stefan Zweig en 'El mundo de ayer' que él recordaba un mundo donde los jóvenes querían parecer viejos, se dejaban como podían una barba rala, se colocaban unos espejuelos y adoptaban las costumbres de sus abuelos. Entre ellas, los horarios. Luego vino mi larga época (tras inventarse la adolescencia en los años cincuenta) donde los jóvenes querían ser jovenes pero con horarios serios, los vedados a los menores, cuando había caído el crepúsculo y estaban los lobos por unas calles que ya no estaban puestas, como las alfombras, hasta el día siguiente.
Hoy los adultos quieren ser jóvenes, y a poder ser niños, por el peor camino posible: viviendo en su restringida y tutelada jornada, donde lo más excitante que puede hacerse de madrugada, de estar despierto, es una guerra de almohadas. Todo está pensado para que un votante de mediana edad tipo vuelva de su juerga callejera a tiempo para ver el parte gubernamental en La 1, rezando las últimas consignas de la tarde noche, y se acueste.
¡Y ponían el 'tardeo' como un avance social que se había implantado en determinados territorios del Levante, como la fiesta que no para, cuando es todo lo contrario! Es tan perfecto para mantener el orden –«la tranquilidad es absoluta en las calles», proclamaba el anacrónico franquismo, cuando había, por supuesto, más ambiente nocturno que ahora– que sólo ha podido implantarse por indicaciones de muy arriba.
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El 'tardeo', discotecas para niños de sobremesa, viene a ser un instrumento represor de la vida social con apariencia 'easy living'. Una especie de pandemia sonriente que nos estamos comiendo sin protestar, cuyo confinamiento en casa se declara al caer la noche, todas las noches. Nuestra madrugada ya es como la de Finlandia. Queremos nuestra vida adulta de vuelta.
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