Seres diminutos

La valentía ante la muerte tiene que ver con dejar muy poco atrás

Conocí un día a un murciano multimillonario que decía que iba a vivir para siempre. Estaba convencido y muy satisfecho. Me lo decía, reforzando esa ... satisfacción, con las dos manos agarrándose los testículos bajo el pantalón, gesto propio del entrañable folklore de aquí. Había metido una parte de su fortuna en investigación sobre alargamiento indefinido de la vida. Estaba dudando entre criogenizarse a temperatura muy baja para que en un futuro, una vez alcanzado el avance científico suficiente, lo resucitaran o, el último grito en inmortalidad, que le transplantaran continuamente órganos jóvenes para no envejecer nunca. Esta segunda es la idea que llevan Putin y Xi Jinping, a los que han pillado hablando sobre esto. Del murciano multimillonario hoy no debe quedar ni rastro de carne sobre su calavera.

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La vanidad humana acaba siempre en el patetismo. La gente poderosa es la más suplicante. Aquellos que consideran que van a perder más cosas son los que se agarran más ridículamente a sus últimas operaciones de estiramiento de cara. Qué pequeño –más pequeño– parece Putin hablando con sus habituales susurros aterciopelados de aferrarse para siempre a su cuerpo. La gente rica e importante piensa sinceramente que el planeta no puede, no debe seguir andando sin ellos y que las perras, que por supuesto sus deudos se les iban a echar todas a la caja en el caso de que murieran (algo que no va a ocurrir), deben estar siempre en su inmortal billetera para pagarse sus caprichitos, por ejemplo comprarse una existencia inagotable que no les corresponde. La valentía ante la muerte tiene que ver con dejar muy poco atrás. Siempre se ha elogiado lo valiente que era el español en antiguas guerras, para oponerlo a su apocamiento moderno. No es que el español haya bajado en su desprecio por el peligro, lo que ha aumentado es su comodidad. A los desesperados de la clásica España de la miseria no les quedaba otra que ser valientes, nada tenían que perder, salvo algo insignificante para ellos, la vida. Los sacerdotes los convencían además de que existía después otra vida mejor, para que al menos se fuesen para allá de buen rollo.

Putin y Xi Jinping se hacen diminutos y temblorosos por días, los que van quedando hasta ese instante penúltimo en que, de pronto, les llega con una claridad cegadora la revelación incontrovertible de que se acaba todo, también para ellos, y sus asesores les habían mentido.

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