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En la farmacia del barrio, la manceba despacha a una anciana. La mujer (consumida, encorvada, dedos como sarmientos secos) coge la bolsa de medicamentos con la mano izquierda mientras sostiene otra bolsa vacía en la mano derecha. Las señoras mayores siempre salen con bolsas vacías a la calle, para llenarlas de judías verdes en la frutería o para ponérselas en la cabeza si empieza a llover. Son las primeras recicladoras, como mi abuela, que se seguía comiendo el pan del día anterior aunque en la mesa hubiera una barra tierna y caliente.

«Señora Engracia, métase esa bolsa dentro de la otra, y así va más cómoda, no sea que se vaya a tropezar con tanto lío que lleva usted», le dice la manceba. La señora Engracia, obediente, dobla la bolsa vacía y la mete en la bolsa de las medicinas. Sale de la farmacia despacito, apoyándose en la pared con la mano que le ha quedado libre, mientras yo pido una caja de Enantyum.

El gesto de preocupación de la manceba por la seguridad de la señora Engracia ha sido tierno, espontáneo, hasta involuntario. E inevitable. Tan inevitable como cualquier acto de amor, tan ineludible como los actos de los voluntarios que han acudido a echar una mano en las inundaciones que hemos sufrido: no han podido evitar, de ninguna manera, llenarse de barro hasta las rodillas y acarrear sin descanso cubos llenos de lodo. Se han visto, irrevocable, feliz e involuntariamente, abocados a ayudar sin pensárselo dos veces, sin pensárselo ni una. Mientras, Urdangarin está en el Hogar Don Orione ayudando a personas con discapacidad intelectual. Pero Urdangarin es otro tipo de voluntario; es un voluntario con voluntad, la de utilizar, en su propio interés, cualquier fundación que se le ponga a tiro: antes, para evadir dinero; ahora, para evadirse de prisión un par de días a la semana. «Atrévete. ¡Haz lo ordinario extraordinario!», dice la camiseta del uniforme que le han dado. Tiene guasa la cosa.

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