Huyendo del Rey de España me fui a Calabardina
Una vez que entras en el mundo del silencio, como lo llamaba Cousteau, no existe el virus, ni las peleas ni la crisis. Nada, solo silencio y vida
Usted ha visto una pelea en la cola del supermercado, a un vecino gritar a otro desde el balcón, a personas manifestarse para que otros se fuesen de su pueblo. Usted, lector inteligente, sabe que la tensión es muy alta, que la gente está enfadada. Hay razones para ello, pero todas se concentran en una: el miedo. No es el coronavirus sino el miedo, no es la asfixia económica sino el miedo que esta provoca. No son los inmigrantes sino el miedo al otro. Estamos atenazados, vivimos sumidos en la mayor epidemia de miedo desde la Segunda Guerra Mundial.
Cuando nos sumergimos en el miedo buscamos pilares firmes a los que agarrarnos, vuelvo a aquella idea de Zigmunt Bauman en la que habríamos perdido lo que de sólido queda en nuestra modernidad extraña y desorientada. Nos hundimos en un mundo negro de tinieblas en el que todo es hostil y nuestra forma de desahogarnos, de eliminar tensión, es pelearnos con un tipo que va sin mascarilla o que se ha colado en la carnicería. No es que seamos idiotas, que también, es que estamos pidiendo auxilio porque estamos aterrorizados sin reconocerlo y, generalmente, sin saberlo.
Nada se presenta como la tabla de salvación al náufrago. En medio de este fin del mundo pop aparece la noticia de la fuga del Rey emérito. No se anuncia que se va, se presentan ya los hechos consumados para evitar que una turba vaya al aeropuerto a detenerlo. Un tipo en la cola del súper está aún más enfadado porque sabe que si él debiese 1.000 € a Hacienda no lo dejarían moverse. Otro no soporta que se dé este trato al hombre que trajo la democracia. Va subiendo la temperatura y la cola se le hace interminable al segundo, entonces ve que el primero lleva un llavero de Podemos y se da cuenta de que los 65 millones regalados a Corina y la fortuna de 2.000 millones que se le atribuye a Juan Carlos tiene una respuesta igualmente criminal: el coletas y la otra se han comprado un casoplón con una hipoteca, ellos tienen la culpa de la fuga del Rey y de que se haya corrompido. El primero, el podemita, ve que el segundo lleva una mascarilla verde con la bandera y está listo para saltar. Cada día, en cada esquina, la tensión salta por estas causas y otras aún más inútiles.
Yo estaba infinitamente triste viendo las noticias del Rey. Soy de los 70, todo en lo que creyó mi madre naufragaba y entendí que el símbolo de España no debía seguir siendo el toro, debía ser una vaca mansa y generosa a la que todos sacan leche. Somos como ella, si lo pensamos. Venimos de resistir un confinamiento de tres meses rodeados de muerte sin rechistar y, cuando hemos conseguido irnos unos días a un exilio interior, porque exterior no se puede, el más patriota de los patriotas se ha ido a un exilio lejano y dorado sin responder ante nada ni nadie. Y seguimos aguantando, somos un ejemplo para el mundo pero el símbolo es la vaca.
Y dije basta.
Una mañana, a las 7, desempolvé mi equipo de buceo y me fui a Calabardina con Diego 'El Cachocarne', una leyenda del buceo que empezó como buzo profesional, manteniendo los barcos de pesca de la zona y acabó hundiéndolos en el parque subacuático más atractivo de España. Hacía 15 años que no buceaba allí y llevaba 6 sin sumergirme, desde que nació Martina. Yo estaba oxidado y mi equipo más, de hecho el latiguillo del jacket perdía aire y bajé a la clásica manera: hincándolo con la boca. Solo dentro del agua los problemas desaparecen. Una vez que entras en el mundo del silencio, como lo llamaba Cousteau, no existe el virus, ni el Rey ni las peleas del supermercado ni la crisis económica. Nada, solo silencio y vida.
Allí hay varios barcos. Los conocí enteros cuando Carmelo Gómez protagonizó 'La carta esférica', una versión cinematográfica del libro de Arturo Pérez-Reverte. El mar los ha ido desguazando y ya no dejan crear más pecios allí. Mientras en otros países, como Malta, hunden barcos militares que se convierten en atractivo mundial para un turismo sostenible, aquí algún cenutrio ha pensado que esos arrecifes artificiales son malos. Podía haber estado ese técnico tan solícito con el Mar Menor, habríamos salido todos ganando, pero no es lo mismo el sector ganadero que el buceo deportivo, como no es lo mismo el Rey emérito que el tipo de la cola del supermercado.
Allí escapé por una hora del Rey de España, bajo las aguas azules a la sombra de Cabo Cope. Cuando me quedaba poco aire y el guía de la inmersión, Luis, nos hizo las señales preceptivas, vi un ancla antigua que seguía intacta sobre el fondo de las cuadernas de un barco desguazado y pensé que el barco estaba hecho para avanzar por el mar hacia el futuro mientras el ancla era un retén que buscaba la inmovilidad. Del barco quedaba el esqueleto que tanto asemeja al de una ballena mientras el ancla seguía allí y allí seguiría para siempre.
No sentí pena y me gustó ser como el barco y, un día, descansar allí entre meros y congrios. Y volví a la superficie a seguir oyendo las noticias en la radio del coche.