Contra Franco vivíamos mejor
Una vez llegada la ansiada democracia, no supimos qué hacer con tanta libertad
A mis hijos, a mis alumnos, a la gente joven, a los menores de cuarenta años, la palabra Transición -siempre, por cierto, he dudado a la hora de poner la te con mayúscula o con minúscula-, que ahora ha vuelto a ponerse de moda, que algunos reniegan de su existencia, les suena a algo tan extraño, tan raro como las hazañas del capitán Trueno o del Jabato. Algo ya pasado, superado, 'viejuno', como ahora se dice. Obsoleto. Y me preguntan, en ocasiones, sobre esos años del tardofranquismo en los que uno era un crío, un muchacho con ganas de comerse el mundo. «Como todos los jóvenes, yo vine/ a llevarme la vida por delante», dejó escrito en su glorioso poema Gil de Biedma.
Y se sorprenden de que fuera posible vivir sin ordenadores, sin tabletas, sin móviles, sin vuelos baratos, sin Aula Virtual, sin clases 'online', sin aplicaciones a través de las cuales, en unos minutos, sin moverte de casa, te traen el plato más exquisito del restaurante de moda, con esos muchachos que llevan una especie de caparazón a cuestas, que parecen tortugas ninja, jugándose la piel por llegar a tiempo, subiéndose por las aceras, metiéndose por direcciones prohibidas, saltándose los semáforos. No es fácil responderles. Pero sí hay argumentos suficientes con los que llevar a cabo una defensa digna de nuestro pasado. Para empezar, resulta curioso -se lo cuento, y no terminan de creérselo del todo- que la televisión pública (incluso cuando solo había dos cadenas: la Primera y la perpetua, antes de inaugurarse La 2) tuvieran más programas culturales que ahora, cuando tanto se habla de cultura, cuando hasta a los propios políticos se les llena la boca con la palabra Cultura (esta, sí, con mayúscula), aduciendo que solo a través de ella conseguiremos ser más libres, defendernos de quienes nos atacan.
Recuerdo, sin ir más lejos -y aún recurro a esos espacios a través de YouTube para ilustrar mis clases-, que había un día a la semana, casi sagrado, dedicado a una obra teatral. Teatro en televisión, sí. Lo han oído bien. Una noche muy especial en la que la familia se reunía en torno a un aparato en blanco y negro para degustar obras dramáticas de autores que, incluso, habían abominado del franquismo, habían sido represaliados por el Régimen. Como Buero Vallejo, compañero de prisión de Miguel Hernández, o Alfonso Sastre, el de 'Escuadra hacia la muerte'. Obras inolvidables como 'El concierto de San Ovidio' o 'Historia de una escalera' (verdadero alegato contra la España de posguerra, en donde la juventud se mostraba decepcionada, inapetente, sin ilusión, con pocas ganas de vivir), piezas, ambas, de Buero. Pudimos convertirnos en expertos en nuestros clásicos, en Lope de Vega, Calderón, José Zorrilla, cuyo 'Don Juan Tenorio' era cita inexcusable llegado el Día de los Difuntos. Y también disfrutamos de obras teatrales de genios de la literatura universal, como Shakespeare, Moliere, Oscar Wilde, Ibsen, Eugene O'Neill, Beckett, Pirandello, etc. Al aparato del Régimen parecía importarle poco las representaciones teatrales, que eran, a su entender, inofensivas, un acto minoritario solo para intelectuales y lunáticos. Estaba más centrado en el cine, en las películas que venían del extranjero, de Francia o de América, en donde se daban besos de tornillo, brutales y apasionados. Menudo peligro.
Contra Franco vivíamos mejor. Lo escribió, en cierta ocasión, en uno de sus libros de ensayo, Manuel Vázquez Montalbán, que era de madre murciana. De Águilas, para más señas. En esa obra, que tuve ocasión de estudiarla a fondo en un congreso en la Universidad de Berna, el autor de 'Los mares del Sur', el inventor de Pepe Carvalho, no redime al dictador de su culpa, de su apetito cruel y sanguinario. Ni mucho menos. Lo que viene a decir es que, una vez llegada la ansiada democracia, no supimos qué hacer con tanta libertad. Todos sabemos que el exceso de oxígeno puede llegar a ser tan nefasto como la ausencia del mismo.