Esperando a los bárbaros
APUNTES DESDE LA BASTILLA ·
Los museos se han convertido en trincheras. En el campo de batalla donde jóvenes creen poder esparcir sus reivindicaciones a golpe de ataques contra el patrimonioOcurrió hace un mes, en los Museos Vaticanos, y la semana pasada, en el Prado, la segunda patria que llamaba Ramón Gaya. La naturaleza de ... los hechos es diferente, pero los resultados, la estética de violencia y el compromiso con la ignorancia comunican estas dos acciones. La primera la provocó un turista al derribar dos bustos romanos de la sección Chiaramonti. Señores anónimos del siglo I a.C., de la misma época que los discursos de Cicerón y las puñaladas a César. Inmóviles, derramadas de la historia, sin que nadie vaya a socorrerlas, cayeron al suelo ante el estupor de las demás estatuas que temían correr la misma suerte. La del Prado agrupó más prensa y sesiones de TikTok. Dos jóvenes se pegaron a los marcos de las Majas de Goya, una la vestida, otra la desnuda, y montaron su performance frente a la dignidad del erotismo de la duquesa y la impotencia de la pobre guardia de sala, que en la soledad de sus gritos hubo de gestionar a mirones y asaltantes.
Las atacantes del Prado, a quien la mayoría de la prensa ha decidido llamar «activistas», pervirtiendo el lenguaje, como si su acción se justificase por un fin noble, dicen representar el futuro de la humanidad. Su intención salvaría su gesto atroz, en una dialéctica perversa por la cual el exceso, el ataque contra el patrimonio, se diluiría frente a la gran responsabilidad global de revertir el cambio climático. El marmoricida de los Vaticanos, en cambio, representa a ese lobo solitario que, oculto tras una enfermedad mental, se cree en la condición necesaria de retar dos mil años de historia. Ambas acciones denotan una pérdida esencial de los valores occidentales y la falta de respeto por la memoria conjunta que conforman las grandes galerías y pinacotecas.
Últimamente los museos de Europa se han llenado de reivindicaciones iconoclastas, como cuando en el siglo VIII a Bizancio le dio por destruir los mosaicos que contaban su historia divina y humana. En la National Gallery de Londres lanzaron una sopa de tomate a Van Gogh; en Alemania puré de patatas a Monet; en La Haya un señor pegó su enorme cabeza lampiña, manchada de una sustancia roja, contra 'La joven de la perla' de Vermeer; y en Madrid las mamelucas quisieron invadir el territorio de Goya empezando con sus marcos. Todos estos ataques siguen el mismo patrón. Son llevados a cabo por una juventud que se cree con derecho a lo absoluto, incluso a destruir la historia, que saben que sus actos no tendrán consecuencias penales desorbitadas y que en muchos casos se les representará como héroes modernos, elevando un grosero acto de terrorismo contra el patrimonio al activismo militante.
Poseedores de una razón radical, en sus reivindicaciones no se esconde una preocupación seria sobre el devenir del planeta y el cambio climático, sino el odio a la cultura que los ha alumbrado. Desprecian lo que representa Europa, con sus siglos de historia, de sangre y de pintura. Rechazan lo que ellos mismos son. Lo que representan. Sus ataques hoy llevan la bandera del ecologismo pero mañana será otra la causa. El centro del problema no es ese, sino la vacuidad de su acto, la agresividad contra una identidad. Luchan contra Europa, contra un modelo de vida que, si bien no es perfecto, ha proporcionado setenta años de estabilidad, democracia y riqueza únicas en una parte del mundo. La iluminada reformista Greta Thunberg lo expresó mejor que nadie el otro día, cuando declaró que su lucha ya no es solamente una batalla contra el cambio climático, sino contra el capitalismo. Está a un paso de ser eurodiputada por los Verdes y de tomar un avión dos veces por semana Estocolmo-Bruselas. Es el mismo camino que tomó Daniel Cohn-Bendit, el revolucionario del mayo del 68 que, décadas después, se acomodó en un escaño bruselense. Y a vivir.
Lo cierto es que Europa es el continente, de la parte rica del mundo, que menos contamina y que más conciencia ecológica tiene. Tanta que se está arruinando por adelantar una transición energética para la que aún no está preparada. Hoy los museos se han convertido en trincheras. En el campo de batalla donde unos jóvenes creen poder esparcir sus reivindicaciones a golpe de ataques contra el patrimonio. Pero en el acto hay algo tremendamente narcisista. Sus egos, sus sonrisas triunfadoras mientras a 'Los girasoles' de Van Gogh les chorrea una sopa Heinz habla más de su vanidad que de la causa que dicen defender. Han convertido los museos, nuestra historia, en un decorado de redes sociales, y por lo tanto buscan lo efímero de la fama. En un poema de Kavafis, los ciudadanos esperan en el ágora atemorizados que lleguen los bárbaros y arrasen con sus estatuas. Sonreiría Kavafis al comprobar que los bárbaros no llegarán desde las fronteras. Los hemos educado nosotros, en las mejores universidades. Incluso entran gratis a los museos que quieren destruir.
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