Escenas de cine mudo
NADA ES LO QUE PARECE ·
«Las fotografías más auténticas –escribe Julio Llamazares–, las verdaderas, son aquellas que reflejan momentos de la vida intranscendentes»Hace unos cuantos lustros, cuando mi pueblo, que ya no es pueblo ni sabe a pueblo, cumplió su primer medio siglo de vida, el alcalde pedáneo de entonces me pidió que escribiera unos cuantos folios para dejar constancia de su existencia. Le respondí que no me sentía capacitado y que, en un trabajo así, de esa índole, podría caer con facilidad en los consabidos tópicos y en los anacronismos. Si inventas, si dejas volar la imaginación, te puede salir una novela; por descontado que mala y aburrida. Y si eres riguroso, terminas por amontonar acontecimientos, los unos sobre los otros, de un lugar en donde nunca ha sucedido nada, en donde, como dijo García Pavón refiriéndose a su Tomelloso natal, sólo matamos cuando es estrictamente necesario.
Le propuse, a cambio, rescatar las instantáneas –me sigue gustando la palabra, aunque ya nadie la use– de los dos o tres fotógrafos del pueblo –Ángel el Loino, en primer lugar, a principios de los sesenta, y Alejandro Agudo, después de los setenta– y ponerles un pie de foto. No se trataba de describir, por ejemplo, cómo la Maruja la Matea, es decir, mi madre, que ignoraba que alguien le apuntaba con su cámara, estaba arrodillada sobre el costón de una acequia, aclarando la ropa en las aguas limpias y cristalinas de entonces, sino de captar la magia y el espíritu del instante con unas líneas sugerentes, evocadoras y, a ser posible, con un cierto aire de nostalgia. El proyecto nunca llegó a realizarse. Y todo ese material, desaparecidos los dos fotógrafos, no sé qué ha sido de él ni el destino que le espera.
Ahora, tanto tiempo después, mientras hacía limpieza de cajones, han vuelto a aparecer viejas fotografías de las que apenas me acordaba. Una, por ejemplo, tomada por Joaquina, la esposa del escritor, en la que Juan Marsé y yo, ambos con el rostro ligeramente bronceado, miramos a la cámara con el mar de Águilas, de un azul intenso, casi oscuro, como telón de fondo. La foto me ha llevado a revisar todo el material, recogido en un bonito catálogo, de uno de los artistas más importantes y cotizados de su tiempo, Català-Roca, que vivió entre 1922 y 1998. Català-Roca, que fotografió a Eugenio D'Ors y a Dalí, entre otros, es el autor de la portada del libro 'La sombra del viento', probablemente lo único bueno de toda esa novela que fue leída en medio mundo. Juan Marsé me presentó en Barcelona a Martí, hijo de Català-Roca, quien me contó algunas anécdotas de su padre, el cual, siendo ya conocido en ese mundo por el que se movía como pez en el agua, al ser preguntado por un periodista de Madrid sobre qué clase de fotografía era su preferida, respondió, sin cortarse un pelo: «A mí solo me interesa un tipo de fotografía: la que yo hago».
Al fotógrafo catalán le seducía, sobre todo, atrapar con su cámara esos momentos que a todos nos parecen triviales (un espectador comiéndose un bocadillo en un estadio de fútbol repleto de personas, en cuyo césped hay dos equipos que se juegan la vida) y que, luego, van cobrando un enorme e insospechado valor con el paso del tiempo. «Las fotografías más auténticas –escribe Julio Llamazares en una novela cuyo título, 'Escenas de cine mudo', ya es toda una declaración de intenciones–, las verdaderas, son aquellas que reflejan escenas sin importancia, momentos de la vida intranscendentes». Esa es una de las razones por las que la fotografía, según señala el escritor leonés más adelante, resulta más eficaz que la pintura o que la propia literatura en su lucha contra el tiempo. Y es ahí, justamente, en donde mejor encajan estas otras palabras de Ramón Gaya, quien daba por sentado que «el fotógrafo ha de ser un hombre todo sorpresa ante las cosas, y lo que retrate ha de estar viéndolo por primera vez, virginalmente. Por eso yo diría que no hay más fotografía que la instantánea».
Ángel el Loino era, bien que lo recuerdo, como una de esas fieras que, sigilosamente, sin apenas hacer ruido, se acerca a la charca en donde, confiada, pace su presa. En ocasiones, las personas a las que encontraba en su camino, al ser sorprendidas, dejaban su labor, se arreglaban el pelo con los dedos, se estiraban la camisa y ponían su mejor cara para la foto. «No, hombre, no –le recriminaba, un tanto afligido. Tú a lo tuyo. Sigue como si estuvieras solo, que yo sé hacer mi trabajo».