Elogio sentimental de la mosca
NADA ES LO QUE PARECE ·
Este insecto volador tiene su protagonismo en expresiones populares y en dichos castellanos de toda la vidaLas moscas, antes que las hojas que cubren los árboles o el sonido de las chicharras y de los grillos, son las primeras que desaparecen cuando llegan las escarchas del otoño. Resisten, no obstante, como disciplinadas guerreras. Aguantan, adheridas con sus seis patas a cualquier tipo de superficie, hasta que el vendaval las empuja hasta donde nadie sabe con certeza.
Las conocí en toda su intensidad, en su máximo esplendor y apogeo, en un mes de septiembre en una ciudad vitivinícola de La Mancha, justo en la época en la que se llevaba a cabo la vendimia y los muchachos no asistían a clase por tener que ayudar a sus padres en la faena de arrancarles el fruto a las viejas cepas. Aquellas moscas, que parecían moscardones, a los que Gómez de la Serna, en una de sus greguerías, les llama 'moscas policía', eran enormes, lustrosas, negras como el azabache, y se posaban tan ricamente sobre la gente con una desvergüenza y un descaro increíbles.
Mi sargento primero Federico, de la II Compañía del II Batallón del desaparecido regimiento de infantería Mallorca 13 de Lorca, que era leonés, poco acostumbrado a ese incesante y persistente mosquerío, que llegaba hasta las mismas puertas de la Pascua, poco hecho a ese molesto baile de los miles de insectos que, con las primeras brisas de septiembre, antes, incluso, de finalizar el verano, desaparecen por completo en su tierra, con esa gracia austera y sobria de los mesetarios, me advertía: «Aquí, nene, en tu tierra, las moscas no pican, pero empujan».
Este insecto volador tiene su protagonismo en expresiones populares y en dichos castellanos de toda la vida. Aún llamamos 'mosca cojonera' a los 'tocapelotas', a los que son insidiosos y molestos hasta el hartazgo. El modesto díptero también ocupa un puesto nada desdeñable en refranes, como aquel que dice que «a perro que no conozcas, no le espantes las moscas»; o «por san Antolín, entrega la vaca la mosca al rocín».
Antes de que Antonio Machado la inmortalizara en uno de sus poemas más graciosos y rutilantes, donde la tilda de familiar, revoltosa y golosa, convirtiéndola, incluso, en su «amiga vieja», capaz de evocarle todas las cosas, Luciano de Samosata (o Samósata, como me recomiendan que escriba), un sirio que se expresaba en lengua griega a mediados del siglo II después de Cristo, realizó un pequeño tratado elogiando a la mosca. En él, con no poco humor, habla de su inteligencia para escapar de las garras de su mayor cazadora y enemiga, la araña. Y alude a su holgazanería al disfrutar del esfuerzo de los demás, y a esa propensión suya de probar los condimentos de la mejor cocina antes, incluso, que el propio rey.
Pero lo más atrevido y sorprendente del 'Elogio de la mosca', escrito por este curioso abogado y filósofo, autor de uno de los primeros libros de ciencia ficción que se escribieron en el mundo, que iba de ciudad en ciudad dando las más peregrinas charlas en los tiempos de Marco Aurelio, es cuando se refiere a la vida sexual de la mosca, que describe sin ahorrarse ningún detalle: «El macho no monta y desciende al instante, como en los gallos, sino que se mantiene mucho rato sobre la hembra, y ella lleva al novio, y unidos vuelan sin romper en su evolución ese coito aéreo».
En uno de los fragmentos –extraído de su novela 'Paradox, rey'– más conocidos de Pío Baroja, el 'Elogio sentimental del acordeón', el escritor vasco, refiriéndose a ese instrumento musical –como se podía haber referido a la propia mosca–, tan en uso en su época, alude a esa voz humilde que aburre, que cansa, que fastidia al principio, pero que termina por revelar, poco a poco, «los secretos que oculta entre sus notas».
Las moscas, pues, no son –como no lo eran los acordeones para Baroja– ni gallardas ni aristocráticas; sino, antes bien, pesadas, pequeñas y vulgares. Pero, aun así, pese a su condición modesta, pese a la mala fama que les precede, son, como diría el propio don Pío en su inmortal pieza maestra, «como los trabajos y dolores cotidianos de la existencia».