El dolor invisible
Galería T20 ·
Estos días llevo a mis hijos a pasear y me desvío para que pasen junto a la cola de gente que espera para recibir una comidaLa luz del alba hace brillar los tejados frente a mi ventana. El silencio de los nuevos tiempos me hace pensar que soy el único humano y tomo café mirando la calle desierta. He esperado para escribir este artículo porque quería hacerlo cuando estuviera triste. Quería escribirlo siendo presa de la fragilidad para así entender cómo se encuentra gran parte de la gente que me rodea. Todos hemos decidido que íbamos a estar bien, que íbamos a poder con esto y lo íbamos a exteriorizar, yo el primero, olvidando a los que sufren. Los citamos vagamente pero estos días se han disparado los invisibles índices de dolor y sufrimiento con un agravante: el que sufre tiene que ocultarlo.
Pienso en los yonquis de La Fama, los rumanos y búlgaros de la carretera de Monteagudo, los vagabundos itinerantes que están de paso, habitantes de una ciudad en la que nadie les daba limosna. Han aguantado cuarenta días peleándose por ocupar la puerta de un supermercado en el que mendigar. Los vemos como se ve a una fiera del circo y no pensamos cómo serán sus noches, de qué manera conseguirán dormir y cómo aplacarán a los fantasmas que todos tenemos, los que nos visitan durante el sueño. Pasamos junto a ellos mirando el móvil para no cruzar la mirada. Nunca pensamos en si los padres y madres de esa gente sabrán cómo malviven.
En el reparto de esta película de terror hay actores que han desaparecido sin darnos cuenta, los que padecen depresiones, personas que sufren de una manera que muchos no entenderíamos. Para muchos de ellos los cambios son motivo de un mayor sufrimiento. Nuestra sociedad de la boba felicidad exhibicionista hace que frecuentemente oculten su mal. No queremos contar que sufrimos una depresión para evitar una estigmatización cierta.
Luego está quien duerme con su enemigo. Son normalmente mujeres, aunque hay decenas de miles de niños y niñas que sufren malos tratos de hombres malos. Antes dormían con una alimaña, ahora con una alimaña enjaulada. Quien le pone encima la mano a una mujer, un niño o una niña es un mierda. Esa carroña andante no piensa que sean malos, porque los malos nunca se ven como tales. Lo que viven esas mujeres, niños y niñas es el infierno. Conviven con un mal inimaginable y lo ocultan a esta sociedad, que finge solidarizarse, aunque es esta sociedad la que produce esos individuos repugnantes.
Hay en este encierro otra situación dolorosa y frecuente en la limitación económica. Ser español es tener que decidir constantemente. De pequeño una bruja amiga de nuestra madre o nuestra abuela nos pregunta si queremos más a mamá o papá y da el pistoletazo de salida a una agotadora costumbre de decantarnos, de significarnos públicamente. Es algo italiano también, algo del sur, antiguo como el esparto que nos caracteriza y condiciona. Comunicamos sistemáticamente más de lo que deberíamos y explicamos constantemente quiénes somos, qué tenemos y a qué estrato social y opción política pertenecemos. En ese grito unánime hay quien está callando y se esconde porque no tiene ya clase social. Son las personas que viven al día, los que necesitan los 30 euros de un jornal para mantener a una familia que trajeron de lejos persiguiendo lo que para ellos es un sueño y para nosotros un día a día heredado por nacer donde y como nacimos. Son los que hacen que la vida funcione y hoy ya no tienen esos 30 euros que tan duramente se ganan. Es la dolorosa imagen de las colas de los comedores sociales. Puedo ponerme en el papel de todos los sujetos sufrientes que he ido citando pero no en el de un padre que no puede alimentar a sus hijos. No sé qué haría. En mi pobre cabeza no cabe el dolor de quien se encuentra en esa situación. Escribo y lloro pensando en que, además, ocultan su pobreza. La ocultan a una sociedad podrida y tonta, ausente de los verdaderos problemas y la ocultan a sus hijos, a los que sienten sus víctimas. Hay dolores tan extensos como desiertos, hay sufrimientos profundos como las simas del mar y hay almas vacías como la de nuestra sociedad en conjunto.
Pero no todo es negro. Existe el bien en las personas que atienden la larga cola de Jesús Abandonado. Estos días llevo a mis hijos a pasear y me desvío para que pasen junto a la cola de gente que espera para recibir una comida. Protejo a Hugo y Martina del dolor todo lo que puedo, pero no quiero que crezcan pensando que la vida es una película de Pixar. Ellos, desde muy pequeños, saben que son muy afortunados. Carolina y yo hemos querido que conociesen el mundo, y la injusticia social es parte del mundo en el que viven. En la puerta de Jesús Abandonado un día nos paramos y les expliqué quiénes son las personas de batas blancas que dan acceso uno a uno a los que piden ayuda. Entonces les expliqué lo que significa estar allí en estos días en los que muchos nos hemos vuelto obsesos de la asepsia y nos hemos escondido. Les dije que ellos son los verdaderos superhéroes, como los sanitarios que nos cuidan y las personas que se encargan de que el mundo siga en nuestra ausencia.
Son la esperanza del mundo de mierda que les dejo en herencia.