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Distanciamiento social

NADA ES LO QUE PARECE ·

Está demostrado que el tacto es el sentido más importante de los seres humanos

Viernes, 10 de julio 2020, 02:24

El ámbito de la comunicación no verbal siempre me ha parecido un mundo fascinante. Los expertos en la materia, que ya son unos cuantos en todo el mundo, coinciden al expresar que más del sesenta por ciento de nuestra comunicación se produce por gestos, con lo que la oralidad, a la que tanta importancia le hemos concedido siempre, ha pasado a ocupar un segundo escalón, como si un solo gesto de nuestras manos o de nuestro rostro proporcionara mucha más información que una larga conversación con nuestro interlocutor.

El mal llamado 'distanciamiento social' –los expertos prefieren, más bien, los términos 'distanciamiento físico' o 'distanciamiento personal'–, puesto en práctica a partir de los contagios producidos por el virus de marras, ha planteado nuevos e insospechados retos entre los seres humanos. No es lo mismo mantener la distancia entre dos individuos anglosajones que entre dos personas de origen latino o árabe. Nada que ver las costumbres de lo unos y de los otros.

Recuerdo haber leído en alguna parte los resultados de cierto experimento a propósito de la distancia de conversación. En un laboratorio estadounidense citaron –sin explicar las razones, solo que se trataba de unas pruebas bien remuneradas– a dos personas. Una de ellas, un blanco anglosajón, con las costumbres propias de su grupo social; el otro, un hombre de parecida edad, pero de origen latino, con un color de rostro que delataba su procedencia hispana. Los recibieron juntos, los presentaron, y les pidieron que aguardaran, de pie, en un largo pasillo, hasta ser llamados. La experiencia, que fue debidamente grabada, resulta, incluso, cómica. El latino es, como no podía ser de otra manera, el que inicia la conversación, dando unos pasos hacia adelante, hasta situarse a unos cuarenta centímetros de su oponente. Por su parte, el otro personaje, ante la embestida del contrario, reacciona y da ligeros saltitos hacia atrás, buscando la distancia que él considera de seguridad, de no agresión, que se sitúa en torno al metro y medio; es decir, lo que ahora nos piden las autoridades sanitarias para que no nos contagiemos. En poco menos de media hora, llegaron a recorrer centenares de metros, como una especie de baile en el que cada uno llevaba su propio ritmo, aunque sonara la misma música.

Hace unos días, el presidente Sánchez le hacía un feo al rey –el gesto de la cobra, como ahora le llaman– al no querer estrecharle la mano que generosamente le tendía. Órdenes son órdenes. Y el máximo mandatario de este país cumplió con su papel y dio ejemplo a toda una población, aún un tanto confusa, que luego le observaría con lupa a través de las imágenes que ofrecieron los respectivos telediarios.

No es fácil mantener una distancia que, entre los españoles, y mucho más entre los españoles que vivimos más al sur, desde la frontera del Tajo hasta la punta de Tarifa, desde hace siglos, hemos asumido como natural: algo más de un palmo entre emisor y receptor, que, en no pocas ocasiones, llegan a tocarse, a ponerse la mano sobre el hombro, a propinarse un cariñoso 'capón' si se trata de gente amiga.

No puedo dejar de recordar a mi madre cuando escribo estas líneas. Era de las que al iniciar una conversación, incluso sin apenas conocer a la persona con la que hablaba, la tomaba del brazo o le cogía una mano que ponía entre las suyas en un verdadero gesto de amistad, de cariño, de reconocimiento; como si con ello le estuviera abriendo las puertas de su casa, puede, incluso, que hasta las de su propio corazón.

Está demostrado, como se ha dejado bien patente en los manuales de comunicación no verbal, que el tacto es el sentido más importante de los seres humanos. Nos toman en brazos al nacer y buscamos, desesperadamente, una mano amiga en la que depositar la nuestra cuando estamos camino del más allá, del otro mundo. Por eso cuesta tanto trabajo desprenderse, de un día para otro, de unas costumbres que proceden de la noche de los tiempos. Por esa misma razón, hasta todo un rey, educado tan escrupulosamente, conocedor de sus obligaciones, advertido para la ocasión, puede llegar a relajarse y meter la pata. Su cara, a pesar de la mascarilla, al reconocer el fallo, lo expresó con meridiana claridad.

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