Borrar

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

Cooper es pequeño, peludo, suave. Su madre era una cocker negra, y de su padre no sabemos nada. Pagamos treinta euros para que nos lo trajesen desde Extremadura: Cooper costó lo mismo que una sesión de peluquería canina, y sin embargo no hay nada en casa -ni la tele, ni el router, ni siquiera la Thermomix- que nos haga más felices. Le pusimos Cooper porque mi madre no sabía pronunciar Sheldon, y no queríamos que acabase por llamarle Perico, como a todos los pájaros que se le han escapado en su vida. Su nombre oficial es Dr. Cooper Jr, y a mi padre le encanta decir que es doctor en física teórica. Volver a casa, desde que Cooper está aquí, es un recordatorio constante de que importo: nunca nadie se había alegrado tanto de verme.

Cooper pasa muchas horas subido al escritorio de mi antiguo cuarto, mirando por la ventana. Cuando escucho la banda sonora de 'Radio Days' se tumba cerca y cierra los ojos. Le encanta subirse a los coches. Odia los gatos, los niños y el agua limpia. Los días que mi madre lo ducha, se indigna durante horas, y al final siempre compra su amor con una onza de chocolate. Cuando Carla tiene exámenes, se queda despierto hasta las tantas. Cooper se come el jamón y deja el chóped, y no hay nada que le ponga más triste que ver maletas en el pasillo. Ayer le hicieron un corte en una oreja y apenas se quejó.

Escribo sobre mi perro como quien lanza un simulacro. Las cosas sin importancia se seguirán colando en la prensa mientras lo esencial siga en pie. Cuando los medios se queden sin resquicios, cuando sólo haya sitio en ellos para las corbatas, nos acordaremos de la libertad perdida. Suena egoísta, pero mientras Cooper me siga pidiendo comida por debajo de la mesa y yo pueda contarlo, la investidura me la refanfinflará, Trump seguirá sin darme miedo y las barbaridades del telediario me dolerán un poco menos.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios