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Una Carta Magna de consenso

De cómo afrontemos el actual momento constitucional dependerá que nuestras democracias salgan reforzadas o terminen resquebrajadas

Domingo, 8 de diciembre 2019, 14:35

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La Constitución de 1978 ha sido bautizada como una Constitución «de consenso». Superaba las viejas constituciones de partido, hechas a medida de quienes alcanzaban la mayoría; pero, además, supuso la reconciliación de las dos Españas, sintetizando aquel «juntos» que invocaba el Rey Juan Carlos en su proclamación.

Ese consenso fue posible porque las diferentes fuerzas políticas, por mucho que distaban ideológicamente, estaban de acuerdo en lo que querían construir: una democracia plena. Con ese fin común, allí donde surgían diferencias, estas tuvieron la generosidad de renunciar a tesis maximalistas para buscar equilibrios, para lograr posiciones matizadas entre los extremos. En palabras de Alfonso Guerra, «el consenso es el catálogo de la renuncia que tienen que hacer todos los partidos para llegar a un acuerdo».

Así, la Constitución debe ser un marco de encuentro en lo fundamental. Aquello que en principio no se discute políticamente porque en ella se recogen los consensos básicos que son asumidos y queridos por una amplia mayoría de ciudadanos y respetados por los diferentes partidos. Luego, dentro de ese terreno de juego constitucional, podrán darse amplias discrepancias políticas -y es bueno que así sea en una sociedad plural- y los partidos que se alternen en el gobierno pueden impulsar sus políticas de acuerdo con las mayorías que en cada momento otorguen los ciudadanos en las elecciones. Y si en alguna ocasión se traspasan los límites constitucionales, para ello está el Tribunal Constitucional que vela por los mismos.

Más allá, como los consensos fundamentales no tienen por qué ser eternos, la propia Constitución prevé su posibilidad de reforma, exigiendo, eso sí, que se realice a través de un procedimiento agravado, con mayorías parlamentarias cualificadas y, llegado el caso, con la intervención directa del pueblo a través de referéndum. Es bueno que así sea, porque es importante que las decisiones fundamentales sean adoptadas con un profundo debate y con el mayor acuerdo, ya que están llamadas a perdurar y no pueden ser la imposición de los unos frente a los otros. Por eso tiene también pleno sentido que el referéndum en cualquiera de estas cuestiones sea el culmen y no el inicio. Como hemos visto con el 'Brexit', comenzar por el referéndum supone poner la carreta antes que los bueyes: el debate posterior se encuentra determinado por el resultado de este -aunque haya sido adoptado por una exigua mayoría-, y el previo se ve reducido a dos posturas antagónicas, eliminando los grises y los equilibrios moderados que tan importantes son.

Pues bien, nuestra Constitución celebra su cumpleaños en uno de los contextos políticos más complejos de su vida. Por un lado, parece que han vuelto a surgir las dos Españas que se enfrentan en dos bloques irreconciliables y que solo buscan superar a la otra en votos para imponerse sobre la misma. Decisiones que tendrían que ser de Estado o bien resultan pospuestas ante la falta de acuerdo o bien se deciden partidistamente y con tintes provocadores para fomentar el enfrentamiento con los partidos del otro bloque. Así ha ocurrido con el bloqueo de las reformas estructurales en los últimos años, desde la educación a las pensiones pasando por las autonomías. O, en algo menos relevante pero muy visual, la exhumación de Franco que tendría que haber sido una decisión de Estado, lógica en cualquier democracia, ha terminado convertida en un acto de campaña electoral decidido por decreto ley. Para colmo, por otro lado, los nacionalismos periféricos muestran sus pretensiones abiertamente independentistas, impugnando el ideal de que el pueblo español es el soberano, al tiempo que ha surgido un nacionalismo español que vuelve a apelar a la unidad de las esencias patrias. La moderación parece ahogarse entre los extremos.

Una tensión que se está viviendo en diferentes democracias de nuestro entorno. El desgaste de los partidos que habían sostenido el modelo de convivencia liberal-democrático provocado, entre otras cosas, por sus prácticas partitocráticas y empeorado por la situación de crisis económica, ha dado pie en Europa y América al auge de populismos, nacionalismos y partidos antiliberales. Una situación que exige apelar, una vez más, a la responsabilidad política. La historia demuestra que coquetear con los radicales aspirando a domesticarlos es muy peligroso. Basta recordar la escena 'El mañana me pertenece' de la película Cabaret y su pregunta final: «¿Sigues creyendo que le parareis los pies?» a unos nazis que empezaban a crecer en aquel momento. Como tampoco se trata de anular las diferencias ideológicas entre los partidos moderados diluyéndolas en grandes coaliciones. La clave creo que se halla en que aquellos partidos que se dicen 'constitucionalistas', y por tanto que asumen el marco de principios y valores constitucionales -aunque puedan proponer la reforma de aspectos concretos-, sean capaces de abandonar el discurso beligerante para dotar de una mínima estabilidad gubernamental en un contexto parlamentario fragmentado y para consensuar respuestas en los grandes asuntos de Estado. De cómo afrontemos el momento constitucional que estamos viviendo dependerá que nuestras democracias salgan reforzadas o que terminen resquebrajadas por las tensiones de los extremos.

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