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Durante estas semanas estamos viviendo algo así como una conmemoración de los cinco años transcurridos desde que en nuestro país se declaró formalmente la pandemia ... por SARS-CoV-2, más conocido como covid-19. Y digo conmemoración porque, después de conocer lo que algunos están afirmando en diferentes medios, da la sensación de que todo ha sido un mal sueño del que por fin hemos despertado. En mi opinión estas afirmaciones son totalmente desacertadas.
Una vez que el número de contagios y muertes comenzó a descender a índices prepandemia se volvieron a guardar los famosos EPI en armarios y cajones, y las mascarillas fueron desapareciendo de nuestras vidas. Y ahí empezó una nueva pandemia, la de la negación de todo lo ocurrido.
Negar un evento traumático vivido puede ser una de las fases por las que pasamos los seres humanos en el necesario proceso de duelo para superar dicho evento. Lo que vivimos durante la pandemia necesita un duelo. El duelo nos transforma para poder ser resilientes, por lo que su función es necesaria y claramente adaptativa. Negar el dolor es algo así como vivir artificialmente sin que en realidad hubiera ocurrido nada malo y traumático. Si bien en determinados momentos esta reacción es normal y necesaria, cuando se cronifica puede ser un rasgo claro de complicación.
Y es que en realidad me da la sensación de que no hemos aprendido nada de lo vivido y sufrido durante la pandemia. Un claro ejemplo se encuentra en las residencias de mayores. Fueron las instituciones más vapuleadas por las continuas, diversas y a veces contradictorias normas y protocolos de las consejerías, especialmente la de Política Social. Pero los únicos perjudicados fueron las personas mayores, frágiles y vulnerables, que en ellas vivían y que en un número nada despreciable en ellas murieron incomunicados. «Por favor, Carmelo, no dejes que me muera así». Esto fue lo que me rogó llorando Resu, amiga de mi abuela, una mujer encerrada en una habitación de doce metros cuadrados. Murió una semana después contagiada por la covid-19, atendida y acompañada por nosotros y por los compañeros del extinto Corecas, del Servicio Murciano de Salud. Solo los sanitarios sabemos del sufrimiento que sentimos en nuestra alma al ver morir a una persona con dudas acerca de si quizás hubiéramos podido haberlo hecho mejor o de otra manera. Los psicólogos que nos reciben en sus consultas son testigos de ello. Cuánto dolor, cuánto sufrimiento, aunque no solo por la enfermedad.
Cinco años después, muy pocas cosas han cambiado. La llamada 'normalización' tras la pandemia trajo consigo el olvido sistemático de lo ocurrido. Y con este desaparecieron todas las iniciativas para reparar un modelo asistencial del que años antes de la pandemia ya avisamos que había quedado desfasado, con los evidentes riesgos que ello suponía.
Siguen faltando plazas, ese parece haberse asentado como único motivo de reivindicación en relación a las residencias. Pero nada más alejado de las verdaderas necesidades de las personas que en ellas viven.
Se necesita de una vez por todas poner en marcha un nuevo modelo asistencial que haga partícipes a todos los agentes implicados en garantizar el mandato constitucional de atender la salud de todas las personas, en concreto de las mayores, frágiles y vulnerables. Las condiciones laborales del personal de las residencias siguen siendo muy mejorables, pero subyugado a un modelo de financiación de plazas públicas digno de denominarse como 'beneficencia'. Justo lo contrario de lo que se supone que persigue una sociedad del bienestar. Ya no hay derechos para todos, sino pena y lástima para unos pocos. Después de estos cinco años no hay en marcha un nuevo modelo, ni siquiera aquel fantástico, no por maravilloso sino por irreal, de la podemita Belarra. Lo peor es que cada vez se intuye en la esfera política y social menos animosidad para hacer nada al respecto.
De las pocas cosas que he aprendido tras estos cinco años es que no hay justicia para los frágiles y vulnerables, menos todavía si son mayores. Lo más cercano a esa justicia anhelada es el reposo obligado que nos regala la hermana muerte.
Lo siento, Resu, de verdad que lo siento. No pude salvarte de aquella terrible enfermedad. Pero sí te puedo prometer que seguiré gritando en tu nombre para intentar al menos que ningún anciano más muera olvidado por aquellos que debieron protegerle.
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