Buscando al niño
APUNTES DESDE LA BASTILLA ·
En algún punto exacto olvidé la satisfacción que produce recrear la historia de nuestra civilización a partir de la intimidad de una familia que huyeSoñaba de niño con ser uno de ellos. Cualquier tapete con tierra y un poco de hierba de pino era una extensión de Israel. La ... ciudad encantada por la que circulaban ríos con el brillo del papel de plata, con una colina cubierta de nieve y huellas de pastores, sin saber tan siquiera la latitud en la que se encontraba la región. Observaba la figuras con hambre, intentando adivinar un gesto nuevo, inmiscuirme en una conversación durante la venta de telas en el mercado. Mis dedos recorrían la costa de los pescadores, un lago que llamábamos Tiberiades, sin situación geográfica exacta, simplemente porque el nombre sonaba bíblico.
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Montar el belén no solamente fue una tradición en mi casa. Respondía más bien a una ley natural, un fenómeno emparentado con los mecanismos de la ciencia. Con la misma exactitud con la que llega el solsticio de invierno al calendario, o el sol se esconde a determinada hora y nace la noche con sus estrellas, mi madre sacaba de la despensa la caja con mil heridas pasadas (una por cada año) y rescatábamos una a una todas las piezas de nuestro belén particular. Era un acontecimiento único, el pistoletazo de salida para la Navidad, sin necesidad de esperar a las luces de la ciudad o a la última campaña publicitaria de la tienda de moda. Ahí estaba San José, tras un año de ausencia, con su barba profética, y le quitábamos el polvo a su túnica. La Virgen María tenía cara de niña, un rostro atemporal como las mujeres del Renacimiento. El niño Jesús corría todos los años el riesgo de desaparecer, dado su tamaño. Solía esconderse en los últimos recovecos de la caja, al fondo, manteniendo en suspenso la tradición de crear esa ciudad encantada, la Belén de hace dos mil años, con pino de la huerta, piedras del camino a casa y pequeñas naranjas. Fuera de debates teologales quedaba el año en el que el niño Jesús se había perdido, tal vez debajo de un sofá o entre los algodones en los que envolvíamos el pesebre y el arcángel. No se cuestionaba el luto de su ausencia. Creo recordar que pasamos años con un belén huérfano de niño. De todas formas, mi casa siempre ha rebosado de imágenes de Cristo, aunque en todas ellas ya tuviese 33 años y marchase camino de la cruz.
Ninguna herejía. Dos piezas esenciales del pesebre tradicional son el buey y la mula, y nada se dice de estos animales mansos en los Evangelios. Hay que recurrir al apócrifo de Mateo, que no lo escribió el evangelista, para hallar el origen de este acompañamiento pecuario. Y si nuestra tradición se basa en un testimonio que la Iglesia desechó hace siglos, en mi casa tomábamos nuestra propia iniciativa. Aquello era sobrevivir a los nuevos tiempos, a dos hijos liantes, que creían convertirse en romanos con la llegada de la Nochebuena, contemplando alucinados el palacio de Herodes, que nosotros formábamos con libros y cajas vacías. El rey hebreo siempre me resultó un personaje curioso. Una especie de demonio cuyo nombre invocaba una desgracia. La tragedia de los inocentes ha quedado en el calendario español como un día de bromas, ya tan esperadas que la sorpresa reside en no hacer ninguna. Pero en la nebulosa de la infancia se me presentan soldados del belén municipal, incidiendo con sus espadas en la piel tierna de los recién nacidos. Me quedaba horas ante los escorzos barrocos de los asesinos y los gritos desgarradores de las madres. Ahí fue donde conocí a Caravaggio, muchos años antes incluso de haber visto algún cuadro del pintor italiano. En la universidad leí a Saramago, quien describe este hecho como un acto de cobardía supina de San José, pues conociendo la tragedia inminente, decidió huir a Egipto y no avisar a sus vecinos. Parte de la inocencia al montar el belén se perdió por culpa de esa lectura, pero asumí que aquello significaba también hacerse mayor.
He pasado años sin montar el belén. Desde que ya no vivo con mis padres, hace ahora 15 años, siempre he sentido el impulso de resucitar esa Biblia de cartón piedra, y construir con mis manos torpes un río Jordán, unos montes de Galilea, un fragmento de desierto, incluso el perfil de las pirámides, como si la huida a Egipto distorsionase aún más la geografía. Sin embargo, nunca he sido capaz de lograrlo, atrapado por los quehaceres cotidianos, mucho más innobles y pesados que hacer el belén. En algún punto exacto olvidé la satisfacción que produce recrear la historia de nuestra civilización a partir de la intimidad de una familia que huye y que no tienen más que el uno al otro, alumbrando con el calor de las bestias un nuevo nacimiento, escoltados por un séquito de pastores, de pescadores, de gentes humildes, no menos importantes que tres Reyes Magos. Ahí querría volver de nuevo, al punto exacto en el que, vacía la caja, mi hermano y yo descubrimos si ese año habría niño Jesús.
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