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El blanco papel vacío

A propósito de Paco Flores Arroyuelo

Viernes, 24 de enero 2020, 02:32

Alguno de sus más fieles seguidores -como el excelente pintor Carlos Pardo, que siempre escuchaba con atención, casi con arrobo, los certeros comentarios del maestro recién desaparecido- han recordado estos días uno de los consejos que siempre nos daba el profesor Flores Arroyuelo, acaso por percibir en nosotros personas maleables, en exceso confiadas e ingenuas. «Nene -solía decir con esa voz un tanto impostada-, huye de los tontos, hazme caso. Huye lo antes posible, que los tontos son muy constantes y nunca vas a poder con ellos». Y tontos, tontos de capirote y de otras mil clases, hay para parar un tren. Un centenar en cada esquina.

Se nos ha muerto una de las personas que más sabía de Baroja en todo el mundo. O, por mejor decir, de los Baroja. Primero frecuentó al viejo maestro, a don Pío, pero luego entabló prolongada y sana amistad con el sobrino, con Julio Caro, que, gracias a los requerimientos del profesor Arroyuelo, visitó Murcia con frecuencia, dibujó parte de su patrimonio y escribió sobre usos y costumbres de nuestra tierra, como dejó reflejado en algún que otro libro. Paco nunca hablaba de Baroja, sino de don Pío. «¿Quieres visitar la casa de don Pío?». Me lo dijo en cierta ocasión, cuando le anuncié que pasaría mis vacaciones de verano en Burdeos, con lo que solo tenía que desviarme unos cuantos kilómetros hacia el este y admirar a mis anchas la casa de Itzea, en Vera de Bidasoa, en donde los Baroja aún conservan gran parte de su patrimonio, como los manuscritos del autor de 'La busca'. Confieso que yo tenía muchos deseos de visitar ese espacio único en donde aún se percibe el eco de las viejas voces de antaño, como si se hubieran quedado atrapadas entre sus paredes de piedra. Y quería observar, muy especialmente, el llamado 'Cuarto Amarillo', en donde nadie escapa a la mirada intensa de doña Juana Nessi, la tía abuela de Pío Caro, la que fue dueña de la panadería de la calle Capellanes de Madrid.

Al final, el cansancio pudo con la ilusión y pasé de largo, en tanto que el propio Paco Flores y alguien de la familia de los Baroja me esperaban infructuosamente en la puerta de la casa. Un error imperdonable que Paco, que era buena persona y un verdadero amigo, nunca me tuvo en cuenta.

Flores Arroyuelo debió de ser un gran profesor. Coincidí con él cuando yo era estudiante, pero nunca llegó a darme clase. Y bien que lo lamento. Porque no era un docente al uso. Era capaz de hablar, con igual conocimiento y autoridad, de etnología, de historia, de literatura, de las armas de un caballero del Medievo o del diablo, asunto en el que fue un gran experto y sobre el que escribió un libro que publicó la prestigiosa Alianza Editorial. Digo que debió de ser un buen profesor porque como conferenciante -en esa faceta sí tuve el gusto de conocerlo- era espléndido. La última vez que lo escuché fue en el museo Ramón Gaya, pintor del que, como se sabe, era gran amigo. Paco dio su charla sin papeles, mirando a los ojos de la gente, sobre el 'Quijote' con motivo del nuevo centenario de la publicación de su segunda parte. Y se refirió a ese instante, mágico y único, en el que el ilustre hidalgo de la Mancha, entre sorprendido y perplejo, contempla por vez primera el mar en el puerto de Barcelona.

Paco, además, fue un excelente escritor, un creador de ficciones. Sus cuentos parecen auténticas acuarelas de Ramón Gaya o de Pedro Serna: sencillos, con las palabras precisas y bien escogidas, casi miniaturas en donde no se precisa color alguno para que brillen con todo su esplendor. En su única novela, 'Uno cada noche', en la cita de Luis Cernuda que va al frente se dice: «Porque solo el tiempo llena/ el blanco papel vacío». La desaparición de Paco deja un enorme vacío en un lugar, y en este tiempo, en donde andamos faltos de personas honradas y cultas como él.

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