Bésame hasta que se acabe el mundo
Tantas horas sirvieron para entender que la vida es todo lo que tenemos, que todo pasará, como la angustia de la rata
Hay una plaga de ratas provocada por el confinamiento que ha llenado las carreteras de zorros muertos y las basuras de jabalíes hambrientos. Una de esas ratas entró en casa, así que compré una trampa adhesiva.
A las 3 de la madrugada Carolina y yo lo escuchamos. La rata, desesperada y adherida al plástico, se arrastraba inútilmente. No podíamos dejarla ahí así que me levanté y, en lo más negro de la noche, la llevé al contenedor. Hacía esfuerzos enormes por soltarse dejando ver una minúscula musculatura poderosa con la que respondía a la angustia de la trampa y de mi presencia. Su instinto le decía que me la iba a comer. Entonces entendí que no podía dejarla viva. Su agonía podía durar horas y cualquier animal la podía devorar asistiendo consciente a su tortura.
En la noche más oscura, debajo de un eucalipto, estábamos la rata y yo como Robert Johnson y el diablo en el cruce de caminos. Yo era el diablo. Había que matarla. La idea me asqueaba. Pensé que nadie sabría si la había matado, total, una alimaña menos. Pero no. La dejé en el suelo, busqué una piedra grande y le aplasté la cabeza. Hicieron falta dos violentas golpes sordos para que su pequeño cráneo quedase deshecho. Se acabó su sufrimiento de la manera menos dolorosa, más rápida y más sucia posible. Qué cosa tan extraña que matar sea un acto de piedad.
Celebrábamos que nos queremos en mitad del verano del fin del mundo. Nada más y nada menos
Volviendo a casa pensé que a esta pandemia le hacía falta la plaga de ratas para que la acercase a la Peste Negra. También de la facilidad de la vida para un europeo del siglo XXI, tan excesivo que matar una rata supone un trauma. Finalmente planeé rendir homenaje a la rata con estas líneas apresuradas.
En realidad este artículo se empezó a escribir días antes a 25 metros de profundidad frente a la Isla del Fraile, en Águilas. No sé por qué este extraño verano siempre huyo a esa zona a bucear. A esa profundidad busqué caballitos de mar, el animal que en mi infancia poblaba las praderas de posidonia y cuya virtual extinción en tan solo 30 años anuncia dos certezas sobre el ser humano: nuestro balance de estupidez criminal, con millones de ratas y casi ningún caballito.
Antes me daba pena que los murcianos no conociésemos la Región, que no recorriésemos parajes e historias que nos harían amar este rincón del Mediterráneo por el que ha pasado la historia camino del fracaso vestida de gloria. Hoy no me apena, prefiero que no conozcamos sitios como la Isla del Fraile porque cuando los conocemos los destrozamos. Aquí destrozaron los acantilados con miles de casas de la misma forma que el Mar Menor lo destruimos con saña. No, es mejor que los murcianos tampoco conozcamos cabo Cope.
Navegamos hasta la gran roca y saltamos al mar. Yo seguía a mi guía, Javier, del centro de buceo Estela, un tipo rubio con pelo largo, flaco y muy guapo que se desenvolvía bajo el agua como una anguila. Yo lo seguía y observaba su contagioso entusiasmo. Todo ocurría en medio de una persecución a vida o muerte. Intentaban cazar boquerones y estos, agrupados para parecer un pez grande, se movían a miles alrededor nuestro, nuevamente me bañaba el espectáculo de la muerte violenta en un momento bellísimo lleno de destellos plateados y giros violentos sobre el azul de las profundidades. Javier buscaba grandes bichos para que los viésemos y se enfadaba cuando no lo conseguía. En su juventud estruendosa estaba la necesidad de compartir la belleza de lo que hacía. A sus poco más de 20 años nada le venía mal, ni el traje ni el frío ni el esfuerzo. Entonces me vi reflejado en él hace tiempo. Yo fui así. Javier entraba en las rendijas con un foco buscando vida que mostrarnos porque quería que compartiésemos lo que le apasiona y yo lo sobrevolaba para evitar la termoclina. A esa edad, cuando se es una fuerza de la naturaleza, no hace frío ni calor. Todo te va bien cuando eres invencible. En algunos momentos lo oía cantar. Cantaba mientras buceaba, como hacía yo. La vida.
Este artículo se terminó de escribir en la terraza de Mariajo y Jimmy en un día que se convirtió en noche y la noche en día. Celebrábamos que nos queremos en mitad del verano del fin del mundo. Nada más y nada menos.
Comimos, bebimos y hablamos de esta forma de ahora, en la que la distancia nos descoloca como nos descoloca la mascarilla. Tantas horas sirvieron para entender que la vida es todo lo que tenemos, que todo pasará, como la angustia de la rata, y que todo será para siempre, como aquella mañana bajo el mar en Águilas.
Así que, Carolina, bésame mientras nos quede un soplo de vida. Espera, me quitaré la mascarilla.