Un asunto de honor

NADA ES LO QUE PARECE ·

Ahora nadie habla del alma, ni de honor. Y ni siquiera de Dios, que hemos ido apartando de nuestras vidas

Viernes, 8 de julio 2022, 01:40

Sucedió durante una conversación, fructífera, agradable y amena, con don Tomás Fuertes. Con Alberto Aguirre, director de este periódico, como excepcional testigo. Fue durante un ... aperitivo, en los minutos previos a un almuerzo en el que le hicimos muchas y variadas preguntas al artista murciano, de fama mundial, Cristóbal Gabarrón, que era el 'invitado de honor' en esa comida a la que asistió, en su mayoría, gente educada, culta y selecta, de las que aún se puede aprender cosas.

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El conocido empresario murciano nos manifestó que echaba mucho de menos la palabra 'honor', que es un vocablo apenas utilizado en nuestro tiempo y que, sin embargo, es lo que mejor define y da más carácter a una persona, poniendo de relieve sus auténticas señas de identidad. No es fácil debatir sobre algo que ya se nos antoja remoto, de otros tiempos, de una época de caballeros andantes y de damas que hacían alarde de la palabra dada, que era algo superior y más fiable que un simple contrato firmado y rubricado ante el juez, con luz y taquígrafos.

La gente de la calle no suele emplear este vocablo que parece reservado, únicamente, a las novelas de caballerías y a las comedias del Barroco de Lope y Calderón, cuando este último en su apoteósico 'Alcalde de Zalamea', dejaba estos versos que ya forman parte del imaginario español: «Al rey la hacienda y la vida/ se le ha de dar, pero el honor/ es patrimonio del alma,/ y el alma solo es de Dios». Pero ahora nadie habla del alma, ni de honor. Y ni siquiera de Dios, que hemos ido apartando poco a poco de nuestras vidas, como si fuera un tipo harapiento y miserable.

El Diccionario de la RAE plasma en sus páginas que el honor es una «cualidad moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes respecto del prójimo y de uno mismo». Lo que suena a perorata de catecismo, a discurso anacrónico, mustio y caduco, en un mundo que, desde hace un tiempo, se deja mecer por la filosofía del trampantojo.

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La palabra ha dado lugar, además, a innumerables expresiones y frases hechas, a veces vacías de contenido, como 'dama de honor', 'campo de honor', 'guardia de honor', 'matrícula de honor', 'palabra de honor' o, en el ámbito universitario, 'doctor 'honoris causa''.

¿Quién se atreve hoy a jurar –y 'perjurar', que es lo más propio ahora– por su honor? Y, en el caso de llegar a hacerlo, ¿quién estaría dispuesto a creérselo? ¿No lo tomarían por loco, por un imitador de don Quijote, aquel hidalgo que vivía contaminado de novelas e historias de héroes de países lejanos o inexistentes?

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En alguna parte he podido leer, en este repaso a tan controvertida e inactual palabreja, que carecen de honor aquellos –y aquellas– que aparentan virtudes o méritos que no poseen; los que faltan a su palabra, quienes ofenden al prójimo, los que mienten, los traidores y calumniadores, quienes se apropian de los bienes ajenos, los criminales, los tramposos y estafadores, los traficantes de armas y los que comercian con el sexo. Por lo que aquí, a la vista está, no se escapa ni el Tato.

Es tan difícil encontrar a un ser humano que esté completamente limpio de tales mezquindades que, con harta frecuencia, nos permitimos un silencio cómplice y miramos para el otro lado cuando la justicia imputa a los políticos o atrapa a los chorizos, sintiendo, incluso, lástima de ellos. Decía don Miguel de Unamuno, tan sentencioso siempre, tan lenguaraz e inconformista, que, en ocasiones, el silencio es la peor de las mentiras. Mientras que Vicente del Bosque, haciendo alarde de su reconocida templanza y de su demostrada sabiduría, cuando estaba en todo lo alto, en la cresta de la ola del fútbol mundial, aseveró que «el éxito sin honor es el mayor de los fracasos».

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