Aquellos chicos del verano
Al pensamiento solar le han sustituido obligaciones tan alejadas de lo que éramos en aquella playa que cuesta trabajo reconocernos en el espejo
Ya no quedan desiertos. Ya no quedan islas. Nos bastaba enunciarlo en voz alta para sabernos a salvo, justo antes de que anocheciera, en uno ... de los rincones que formaban nuestra geografía sentimental. Podía ser la cala desde la que se contempla la isla del Fraile, hoy una masa de ladrillos vencida por la especulación, pero entonces un reducto de piedras húmedas, escenario de mil naufragios. O tal vez en los escarpados riscos que ascienden al pico del Águila, donde jugábamos a hacer saltos mortales y nos volvíamos en kayak hacia la civilización. La ciudad se presentía lejana y se empezaba a iluminar con una especie de hechizo. Hasta que durase el día nos teníamos los unos a los otros, éramos jóvenes y agosto se agitaba tanto en nuestro pecho que nos creíamos inmortales. Ajenos a las desgracias. Estas no podían ocurrir mientras tuviésemos la espalda llena de sal marina y las manos manchadas de arena.
Pero llegaron. La vida es un aplazamiento de la tragedia y los años se fueron alejando de esa playa. A veces me asomo al recuerdo y sus nombres siguen ahí. En muchos casos se trata de pensamientos azarosos, de mensajes que nunca llegan a escribirse, de felicitaciones periódicas. Juan Pablo, Ramón, José, Adolfo y Diego. Me gusta pensar en ellos como si sus nombres me protegieran. Mis desiertos, mis islas. Ahora sabemos que una llamada a destiempo marca el final de un verano y el recuerdo se vuelve doloroso. De repente septiembre se anuncia con la nota necrológica de un padre fallecido. Ayer fue una madre. La espalda se va llenando de heridas donde antes solamente había sal.
Los veranos de la infancia son el paraíso perdido. Nunca lograré escapar de ellos. Me persiguen a todas partes. Los llevo inscritos en la piel y durante muchos años, cuando ya se vendió el piso de mis abuelos y renuncié a ir a Águilas, intenté mantenerlos vivos. Fue la época de las llamadas telefónicas, de colgar fotografías en la pared de una ciudad extranjera, de emular a través de los viajes unas vivencias de las que cuesta desprenderse. Hoy ha desaparecido el territorio común. El tiempo ha borrado muchos escenarios capitales de nuestra intimidad. Las playas no son más nuestras calas, ni su arena el espacio infinito de un Maracaná descalzo, ni la cuesta del Hornillo el Tourmalet a la hora de la siesta. Al pensamiento solar le han sustituido un horario tirano, trabajos no siempre apetecibles, obligaciones tan alejadas de lo que éramos en aquella playa que cuesta trabajo reconocernos en el espejo. Pero sí, ha pasado el tiempo y me gusta pensar que algo de lo que fuimos va sobreviviendo.
Ahora el recuerdo se fractura entre los que se han ido y los que acaban de llegar
Estamos hechos de veranos pasados. Me gusta esa frase y se la repito a los amigos, en las ocasiones esporádicas en las que nos vemos. La semana pasada fue en un tanatorio, que siempre es una cita obligada, una despedida pero en cierto sentido un homenaje a lo que fuimos. Nos miramos y dejamos que la tristeza emane de nuestro recuerdo herido. Han pasado décadas y cada vez cuesta más mantener la relación con los que fueron parte inseparable de uno mismo. Muchos se han casado, han tenido hijos. Cuando voy a Murcia quedo con alguno de ellos. Me sorprendo al ver algún gesto de sus hijos, una mirada inocente, alumbrada por el mundo, y pienso que hace muchos años mis amigos hicieron ese mismo gesto repetido. Es mitología, por supuesto. Ahora el recuerdo se fractura entre los que se han ido y los que acaban de llegar. Sus pasos son escenas mudas que se van solapando a nuestras vidas. Los padres viven a través de sus hijos y ahora responden a la memoria de los abuelos. Pero la playa es la misma. Es un ciclo estival. Duele cerciorarse de que serán otras las generaciones las que ocuparán esa misma playa que antes fue nuestra.
Me gustaría que no fuese cierto eso de que ahora ha empezado lo malo, que perder a un padre, a una madre, es irreparable, la certeza de que nos han arrojado del paraíso hacia el otro lado del Edén, y que la vida es inhóspita. El inicio de 'El verano', de Albert Camus, reflexiona sobre la vida. «Para comprender el mundo, a veces es necesario apartarse de él». Es una máxima a la que me aferro. Y aunque no existan las palabras de consuelo, sí querría decirle a aquellos chicos del verano que tuvimos el mejor de los paraísos a nuestro alcance, que las estirpes familiares construyeron un territorio mítico en donde casi nunca se ponía el sol, donde los desiertos eran voluntades cumplidas y las islas estaban al alcance de la mano, cada tarde, cada año, recortándose agosto, mientras estuviésemos juntos. No es consuelo, porque nada rebaja el peso de la ausencia, pero al menos estaremos honrando una memoria compartida. El hombre frente al mar. El desierto. Nuestra isla.
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