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El pasado miércoles día 5 de marzo, un tren salió del anexo del AVE en la estación del Carmen hacia Madrid. En uno de sus ... coches iba la expedición organizada por este periódico encabezada por su director y su responsable de Cultura. Estaba constituida por artistas de la Región y un polizón. El polizón era yo, y cuando estuve seguro de que el tren estaba en marcha, me presenté al capitán, que decidió no tirarme por la borda, por lo que pude disfrutar del resto del viaje con los legítimos viajeros. No voy a describir el viaje porque ya lo ha hecho el propio periódico en dos magníficas entregas los días 8 y 9 de marzo. De lo que voy a ocuparme es de mi experiencia de visitar en el mismo día el Prado, que es el MAE (Museo de Arte Eterno) y ARCO (Feria de Arte Contemporáneo). Una experiencia que le recomiendo a quien esté en Madrid los días en que se celebra ARCO o que, en el resto del año, la sustituya por una visita al Prado y al Reina Sofía, que están a tiro de piedra. Lo que sigue es responsabilidad mía y nadie, excepto yo, debe sufrir las consecuencias. Ni siquiera mis herederos. En todo caso, solo tengo preguntas.
La primera es: ¿qué tiene o de qué carece el arte contemporáneo para que sea tan discutido? Pues lo primero que se me ocurre es que, desde cierto punto de vista, es como las obras expuestas en el Salon des Refusés de París a partir de 1863 y que hoy miramos y admiramos en el Quai d'Orsay. Por eso algunas obras serán apreciadas en el futuro cuando el gusto asentado, incluso de los que buscan cuadros que armonicen con la tapicería de su sofá, haya madurado. Frente a la abrumadora acumulación de belleza del Prado, ARCO es el salón de los rechazados por la nueva academia clásica que es el gusto popular. Gusto que ironiza y hace chanza imprudentemente de las obras contemporáneas porque «no me dicen nada». Es el mismo reproche que se hace a la metaliteratura de Filippe Sollers, a la música dodecafónica o a las cajas blancas de la arquitectura del Movimiento Moderno.
La segunda pregunta es: ¿por qué ningún artista mundialmente conocido, en un gesto de libertad y protesta por un supuesto seguidismo de las modas de sus colegas, pinta cuadros como, pongamos, los de Pradilla ('La toma de Granada') o Gisbert ('El fusilamiento de Torrijos')? Este último es especialmente interesante porque fue pintado sólo 57 años después del hecho. Imaginen a pintores actuales pintando a Puig Antich sentado en el garrote vil con el rostro horrorizado ante un verdugo torpe. Si lo hicieran permanecerían en la sombra como lo hace Ferrer Dalmau pintando anacrónicas escenas patrióticas con la excepción de la Guerra Civil para, en sus palabras, «no meterse en un lío». Porque ¿quién quiere vísceras históricas para decir, ingenuamente, con Juan Pablo II, «fue así» ante la película de Mel Gibson sobre la pasión? Pero, por otra parte, ¿no era el 'Juramento de los Horacios' un cuadro anacrónico con intenciones políticas?
La tercera pregunta sería: ¿por qué la fotografía no ha calmado el anhelo de arte figurativo? De una parte, porque la fotografía espontánea no puede sustituir a la pintura figurativa al no poder estar en todas partes en todos los momentos, como sí puede estar la imaginación compositiva de un pintor. Y ello a pesar de certeros destellos, verdaderos golpes a la conciencia humana como la fotografía de la madre anónima de Dorothea Lange, la niña quemada con napalm, Kim Phuc, del fotógrafo Nick Ut, la niña y el buitre de Kevin Carter o el niño Alan Kurdi fotografiado por Nilufer Demir. Destellos que se apagan cuando se vuelve aduladora con Annie Leibovitz imitando al Goya cortesano. Y también a pesar de que aguza su mirada y ve para nosotros de forma nueva nuestro entorno o mira a los ojos del modelo exponiendo su alma como hace Pierre Gonnord.
Y por terminar: ¿hay algo de narcisismo en nuestro gusto por el arte figurativo? ¿No pasó ya esa época autoelegíaca y, solos ante la nada cósmica, ha de ser el arte contemporáneo el que exprese la tragedia del ser humano de hoy, y su inmanencia radical? ¿Debe cargar el arte contemporáneo con esa responsabilidad o debe ser meramente divertido y decorativo? En todo caso, no puede contribuir a nuestro desconcierto repitiendo modelos manidos o poniendo de nuevo nuestra imagen en el espejo. Ahora esperamos del arte algo más: que interpele, contraviniendo a Kant, a nuestra sensibilidad estética, moral o cognitiva. El endemoniado problema es distinguir las voces de los ecos.
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