José Lucas y sus 'puertas del infierno'
Una palabra tuya ·
Y lo hizo riéndose, qué irrepetible personaje José Lucas. Un día me contó en Murcia, a los pies de su escultura urbana 'Homenaje a los ... poetas', un círculo jamás cerrado a la vida y una herida abierta en la rotundidad del acero, la que había sido hasta entonces la crítica más dura recibida como artista. Le había sucedido hacía nada, allí mismo, mientras concluía la instalación de una obra que encierra su pasión por García Lorca y por Rilke, cuyos ángeles terribles y conmovedores dice alguno de sus amigos que han terminado eligiendo esta escultura para habitar en ella. Es una cicatriz por la que respira el tiempo.
Me mira, socarrón: «He soportado que aparezca un niñato en una moto, que me llame por mi nombre, sin conocernos de nada, y que me diga: '¡Pepe Lucas, vaya una mierda que estás haciendo aquí!' Me hizo pensar: '¿tendrá razón este cabrón?'». Y añadió, fiero y reflexivo: «Yo siempre estoy a favor de la juventud, y lo que me digan los jóvenes me vale más que lo que me puedan decir muchos catedráticos de las mejores universidades del mundo. Me quedé reflexionando: 'A ver si yo estoy equivocado y él tiene razón'. Pero, rápidamente, arrancó la moto y, como despedida, exclamó: '¿Me cago en tus muertos!'. Parece que se sintió realmente ofendido por mi obra».
Yo le pregunté si se había sentido ofendido con lo ocurrido, y respondió: «Me han insultado y se han acordado de mis muertos; indiferencia no provoco; por lo menos hemos cabreado a alguien. El arte que relaja no es perdurable y hay que quitárselo de encima». Era siempre rotundo, un brochazo de aire de todos los colores que dejaba limpio de aburrimiento el espacio que ocupaba, siempre inquieto. Tan sensible como volcán, nada le era ajeno: ni el grito, ni el abrazo, ni la lágrima; y se agotaba el león a ratos aunque se negaba a que los años le despojasen del furor de la tormenta. Ah, y nadie en todo el planeta tenía una colección de calcetines tan horribles como la suya, que además lucía con orgullo. Temible, imprevisible, una fragua siempre encendida de la que brotaban el color y las formas, y la belleza y el horror de las tinieblas; materia que encierra vida, un ápice de delicadeza o un tornado de violencia.
Entre las cosas que más le interesaban, figuraba el deseo de ir 'siempre hacia la luz del fondo', que como él explicaba con orgullo, es un verso maravilloso de Aleixandre que le encanta recordar a su hijo, el excelente poeta y periodista Antonio Lucas. Se negaba a que pudiesen con él «ni los necios de los políticos, ni el público con su mal gusto, ni esta sociedad cada vez más estúpida, ni los amigos que un día te traicionan y te apuñalan por la espalda».
Iglesia de Santa Clara
Otro día se divirtió con este comentario de un niño, que tras mirar las imponentes puertas que creó para la ciezana iglesia de Santa Clara, exclamó: «¡Mamá, la puertas de 'La guerra de las galaxias'!». Otros todavía las miran, pasados los años, y se quedan maravillados, o de piedra, o se quedan absortos o se quedan que no dan crédito o se quedan a cuadros y se quedan para que les dé algo. Cierto: unas puertas de acceso a la iglesia -más de cinco mil kilos de puros acero corten oxidado y acero inoxidable- que también podrían serlo a una galaxia perdida en la lejanía, a una discoteca de ultratumba, a un almacén de pararrayos amontonados, a una representación del caos, a un sueño onírico esculpido en metal, a un planeta en extinción, a unas contemporáneas Sodoma y Gomorra, a un cementerio nuclear o al mismísimo infierno. Le gustó que el inolvidable periodista Gontzal Díez y yo las bautizáramos como 'las puertas del infierno'. Se dejaba la vida en cada proyecto al que se entregaba, daba igual que pictórico, escultórico o escenográfico. Y se dejaba la vida en cada de uno de sus amigos. Ayer acompañamos a sus hijos, Antonio y esa maravilla de persona que es María Lucas, a dejar sus cenizas en el panteón familiar de Cieza. No creía en religión alguna ni en Dios, pero, de estar equivocado, que sepa que estará encantado de tenerle cerca.
Paseo de Cieza
Nos queda su obra, tan poderosa; sus cuadros, sus murales, sus esculturas, el paseo con sus creaciones que regaló a Cieza, qué vergüenza escandalosa las condiciones de deterioro en el que está, y esos trescientos dibujos que realizó durante el confinamiento, que lo pilló en mitad de «un ajuste de cuentas bastante duro» consigo mismo, y que reconocía que había sido una terapia para él. «El tenerme enjaulado, como se me ha tenido a mí tres meses y medio, porque me he pasado los tres meses y medio subido al palo de la jaula como los colorines, ha dado algún fruto», contaba. Porque desde allí, desde lo alto del palo de la jaula, hizo esos tres centenares de obras, dibujos «de lo mejor que he pintado en muchos años». Con LA VERDAD colaboró apasionada y generosamente hasta el final de sus días, un motivo de orgullo para quienes trabajamos aquí.
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