Un hombre se prende fuego, y vamos y lo grabamos
Una palabra tuya ·
Encontré días atrás, sobre un polvorín de prendas y objetos olvidados, esos que acumulamos torpemente, una vieja camiseta en la que me imprimieron el nombre ... de Mohamed Bouazizi, y con la que acudí muchas veces a comprar fruta y verdura, ocasiones en las que siempre surgía la oportunidad de recordarle cuando me preguntaban que quién era, ¿si acaso algún músico, o pintor, o un escritor famoso o algún futbolista de los que hacen fortuna? A nada de todo eso se dedicaba, pero ignoro cuáles eran sus sueños, qué futuro anhelaba y en qué lugar, dónde tenía puestas algunas esperanzas y si alguna vez el mar le hizo feliz.
Mohamed Bouazizi, ¿lo recuerdan?, era un joven tunecino que sobrevivía, precisamente, vendiendo frutas y verduras en un modesto puesto callejero, que un día clausuró la policía, imagino que sin imaginarse ni de muy lejos siquiera lo que vendría después.
Un 17 de diciembre, el joven se prendió fuego en público llevado por la desesperación de verse privado de su modo a la vista de todos los estómagos de salir adelante. Tenía 26 años, su agonía fue horrible, la rabia se propagó entre la población, conmocionada por su muerte, y cómo se iba a imaginar él en vida que su gesto extremo, y su desdicha, provocarían tal número de airadas protestas masivas que el presidente del país, tras 23 años sintiéndose a salvo, tuvo que abandonar Túnez.
Mohamed Bouazizi se inmoló ante el Ayuntamiento de Sidi Bouzid, la pequeña localidad rural en la que residía, con su diploma en Informática sin que le hubiese sido útil para sacarlo del paro, y aferrado a su puesto ambulante como frágil respiro económico con el que poder ayudar a su familia. Su calvario voluntario, tras protestar ante las autoridades sin logro alguno, fue la chispa que prendió los deseos de libertad en millones de jóvenes, sobre todo, que llegaron a hacer historia protagonizando unas esperanzadoras 'primaveras árabes' que finalmente no consumaron tanto deseo de democracia y justicia. Pero el nombre de Mohamed Bouazizi ya es historia, e inspiración para no bajar la guardia.
Días atrás se prendió fuego, tras rociarse con gasolina, un hombre, cuyo nombre no ha trascendido, en la céntrica calle cartagenera de Santa Florentina. La transitaban adultos, jóvenes, niños, bebés en sus carricoches. Las llamas convocaron el horror y estallaron los gritos, y la incredulidad, los nervios, la confusión. Días de carnaval, de celebración de la carne, lo festivo, el descaro, la guasa, días donde la gente se disfraza de quien admira, de quien le gustaría ser, de sus fantasías ocultas, o de vampiresas o de ese Drácula de Bram Stoker, condenado a la eterna oscuridad, al que un joven que no tendría más edad que el tunecino le plantó cara y crucifijo y fue ejemplo de que en esta vida no es lo más correcto ponerse de perfil, y que ardan otros en el infierno o entre sus miserias.
Disfraces
El hombre que se dejó la vida provocándose un suplicio que causa pavor tan sólo de pensar en él, no estaba para fiestas, ni para disfraces, y el fuego al que se entregó en cuerpo y alma dejó impregnado el lugar de una amargura anónima que limpiaron poco después, acongojados, los servicios de limpieza municipales.
Hubo quienes intentaron, haciendo todo lo posible, frenar el espanto, socorrerle; a todos ellos, gracias. Hubo también quienes decidieron hacer fotografías, incluso grabar en vídeo al detalle de una muerte tan horrenda; a todos ellos... que quizá juzguen sus actos como inofensivos, ¿qué decirles sin tener que echar más leña al fuego a un comportamiento social cada vez más alarmante, y deprimente?
Días atrás, un varón se prendió fuego a media tarde, no tan lejos del puerto, del Mediterráneo del que Claudio Magris me contó que lo necesitaba para sumergirse en él, qué felicidad. Tenemos a nuestro lado el privilegio del mar, de los almendros en flor y del sabor carnoso de los melocotones, pero también la desesperación y el desamparo.
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