Puntos suspensivos

Saber irse

En Génova pensaron que el tiempo haría olvidar la herida valenciana, pero el tiempo no cura lo que se tapa con mentiras

Hay momentos en la vida en los que lo más valiente no es resistir, sino marcharse. Saber irse a tiempo no da votos, pero evita ... el ridículo. No se aprende en los partidos ni en los gabinetes de crisis: se aprende mirando de frente el daño que uno ha causado y entendiendo que ya no se puede reparar desde dentro. Y cuando eso se olvida, lo que se pierde no es el puesto, sino la decencia. Irse no es huir, es asumir que el poder no se puede sostener desde el descrédito.

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Y esto es lo que le ha pasado a Mazón, presidente valenciano atrapado en el barro desde la dana. Durante meses confundió el mando con la resistencia, como si aferrarse al sillón fuera una forma de servir. Creyó que el tiempo lavaría la culpa, convencido de que el temporal era político y que bastaba con esperar a que escampara, pero el tiempo no se llevó las críticas, sino la confianza. Cuando por fin ha dimitido, lo ha hecho sin convicción, con la expresión agotada de quien no se va porque quiere, sino porque ya no le queda dónde quedarse.

En Génova pensaron que el tiempo haría olvidar la herida valenciana, pero el tiempo no cura lo que se tapa con mentiras. Apostaron por aguantar, por mirar hacia otro lado, por confiar en el olvido. Pero España no olvidó. Y al final, lo que pretendía ser una muestra de firmeza acabó siendo un retrato de soberbia: un partido entero sosteniendo a un presidente caído para no reconocer que se equivocó.

El funeral de Estado fue el espejo donde todo se rompió. Los familiares de las víctimas no necesitaban discursos, abrazos fotogénicos, ni condolencias impostadas, solo respeto. Pero la política, en su versión más obscena, se empeña en ocupar el centro incluso del dolor ajeno. Allí, mientras los nombres de los muertos se pronunciaban, algunos seguían calculando el ángulo de la cámara.

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Saber irse no es rendirse: es saber escuchar las voces heridas. Mazón se va, sí, pero demasiado tarde, cuando el gesto ya no limpia ni consuela. Dimitir no siempre es un acto de dignidad, a veces es solo el último capítulo de una sordera prolongada.

Lo que deja atrás no es un ejemplo, sino una advertencia: hay más nombres, más despachos, más silencios cómplices. Porque en política las dimisiones nunca viajan solas; lo que pasa es que siempre llega una para salvar a los demás.

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