Cada vez que oigo por ahí el argumento de que las ciencias 'puras' –a diferencia de las sociales– son neutrales y objetivas pienso, cómo no, ... en Albert Einstein, el creador de la ecuación más famosa de la historia de la ciencia y, también, del arrepentimiento más célebre. Pacifista militante, si me permitís el oxímoron, al físico alemán le pesó toda su vida su responsabilidad en el largo proceso científico que llevó al bombardeo en 1945 de Hiroshima y Nagasaki, y en 1952 llegó a pedir perdón, en un artículo para la revista japonesa 'Kaizo', por la deriva bélica de su ciencia, motivada por el miedo que le causaba la posibilidad de que Hitler desarrollase la bomba antes que los aliados.
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Otro arrepentimiento sonado fue el de Darwin, al final de su vida, por haberla dedicado a desarrollar una teoría que contradecía la Biblia, aunque este solo ocurrió en la mente de la beatilla Lady Elizabeth Hope, que se hizo famosa contando esa trola. Al tremendo debate sobre el origen de las especies que sacudió Occidente durante años y años (ríete tú de los 'linchamientos' por internet de nuestros días) podemos añadir ese otro, aún tristemente vigente en nuestros días, que mantenemos detractores y promotores del darwinismo social, la idea de que la sociedad debería regirse por la ley de la selva y permitir tan solo la supervivencia de los más fuertes.
Una de las exposiciones del año en nuestro país ha sido 'Ciencia f(r)icción', en el CCCB de Barcelona, una aproximación desde lo artístico y lo divulgativo al pensamiento de Donna Haraway y Lynn Margulis, dos figuras clave en la cultura científica contemporánea que vienen a negar ese relato darwinista de que la competitividad es el motor de la evolución. Las relaciones de simbiosis, el final del paradigma antropocéntrico y el principio del biocéntrico, las alianzas entre especies son las ideas centrales del recorrido, del que no se sale igual. Las ciencias, vienen a demostrar estas prestigiosas biólogas norteamericanas, son también el relato que generan.
Y ojo con esos relatos 'objetivos y neutrales'. La biología –o más bien el manido recurso de que 'lo natural es x'– suele aparecer en todo tipo de discursos de odio contra la población trans, o como argumento homófobo en esos bochornosos autobuses ultra de Hazte Oír, o para legitimar la desigualdad de género y la violencia machista. Un concepto venido del campo de la biología, el de 'especies invasoras', está –precisamente– invadiendo poco a poco nuestro debate público en un momento de repliegue identitario. Las repercusiones sociales de esta idea son evidentes: los trabajadores migrantes que conviven con nosotros son percibidos en parte como agentes de una especie de invasión silenciosa que socava nuestra cultura y valores. Como un colectivo bajo sospecha. Como un peligro. Como un elemento a erradicar.
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Frente al campo semántico de la invasión hay otro, también proveniente del campo de la biología, que es el de 'especies alóctonas', es decir, el de seres vivos venidos de lejos que arraigan en nuestras coordenadas y se convierten en parte de nuestro ecosistema cultural. Ya sé que es un terreno pantanoso y que yo soy cualquier cosa menos un especialista en la materia, pero cuando hablamos de especies invasoras nos suele venir Australia a la cabeza, con la superpoblación de conejos convertida en un problema nacional. Si en ese momento, en lugar de pensar en conejos, pensamos en el dingo, todo un símbolo de aquel país, ya tenemos más o menos claro de qué hablamos cuando hablamos de especies alóctonas.
Especies invasoras son las que desplazan y destruyen a las endémicas, pero es importante entender, con Haraway y Margulis, que no son esas las dos únicas posibilidades, que hay relaciones de cooperación y simbiosis tan o más significativas, en el mundo natural y también en el social. ¿Son los asiáticos cítricos y frutales de hueso –nuestro emblema regional– una especie invasora? ¿Lo es la muy americana ñora, la pita, el tomate? ¿Y nuestro folklore, que tanto debe al aragonés? ¿Debemos erradicar el diminutivo en 'ico', y ya de paso los abundantes catalanismos de nuestra variedad lingüística? ¿Borrar los logros culturales y deportivos de personas como Margarita Yakovenko o Mohamed Katir (y los de tantas y tantos que se están desarrollando en este momento, en este lugar), o sentirlas menos murcianas que tú?
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A Borges le fascinaba el personaje de Qin Shi Huang, el primer emperador de China (259 a.C.-210 a.C.), a quien recordaréis de éxitos como el ejército de ocho mil guerreros de terracota con que se hizo enterrar. Al señor Huang hay que reconocerle su habilidad para entrar en la Historia por la puerta grande: además de unificar China y rodearla con la Gran Muralla, decretó la abolición del pasado, es decir, ordenó que el tiempo empezase con él, quemando para ello todos los libros, y a un buen número de escritores, de paso. Ah, qué tendrá la pureza, para enganchar tanto. Qué bien se está de nuestro lado de la fronterita, aunque esté vacío.
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