13.000 millones de años en el Prado
APUNTES DESDE LA BASTILLA ·
Leo que el telescopio James Webb está a un paso del Big Bang, el golpe de efecto que lo inició todo, el chasquido de dedosPaseo por el Museo del Prado cuando leo que el telescopio James Webb ha fotografiado un fragmento del universo existente hace 13.000 millones de ... años. Intento serenarme en algún punto exacto entre 'La batalla' de Mühlberg y 'El Lavatorio' de Tintoretto. Es una hora tranquila, justo después de comer. No hay grupos de turistas caminando errantes por las salas como estrellas fugaces, chocando las audioguías... Me siento en un banco y amplío la noticia. Se ve un tapete negro salpicado de luces incandescentes, amarillas y anaranjadas. Es una sopa cósmica. Llevo un par de horas contemplando combinaciones de colores imposibles. Trazas de verdes y amarillos que forman el rostro de un Cristo exhausto o la crin de un caballo con los tonos púrpuras, pero esa perfección y elegancia no la he encontrado antes. 13.000 millones de años son suficientes para hacerse incomprensibles en la mente humana. Sufro el vértigo y el cansancio del universo, pero en la gran sala del Prado, entre la pintura flamenca e italiana, el fresco rebaja mis pretensiones.
Leo que el telescopio James Webb está a un paso del Big Bang, el golpe de efecto que lo inició todo, el chasquido de dedos. En este mar de arte intento comprender de qué estamos hablando. Busco una comparación artística: las pinturas más antiguas que se conservan en el Prado son los murales de la ermita de San Baudelio de Berlanga. Imagino a Picasso observándolo en la distancia y tal vez él experimentase mi mismo nivel de trascendencia con estas galaxias que dejaron de existir hace un tiempo sideral. Eso me aterra. No es posible percibir una galaxia que ya no es. La noticia me intenta explicar en un lenguaje accesible que las luces que apreciamos en el cielo no son más que recuerdos de cuerpos celestes, fotogramas en forma de luz que pasean por el universo y que llegan hasta nosotros como recuerdos. Llegamos tarde también en esto de mirar las estrellas.
Paso por las últimas fotografías del James Webb. Son de una calidad excelsa. Parecen hechas por ordenador. No soy capaz de distinguir nada, solamente me quedo mirándolas con una especie de placer intenso. Me ayudan a respirar ciertas secuencias galácticas. Es como si una música desconocida y armónica hubiera ordenado todos esos colores allá arriba, les hubiese dado el brillo exacto. Esto es una idea medieval, por supuesto, más propia de Fra Angelico y sus alas de ángeles que de un pobre hombre del siglo XXI, pero la historia también ayuda en los momentos de zozobra. En ese instante entra un grupo a la altura de la familia de Carlos IV. Lo veo desde la distancia. Ahí está la sonrisa bonachona del rey. Pienso que al llegar hasta esa sala el cuadro no seguirá en el mismo sitio, no continuará existiendo con sus colores y formas, así como las estrellas se desvanecen incluso antes de empezar a mirarlas. Demasiados turistas.
Otra foto del James Webb se titula 'Nebulosa de Carina'. Parece la combinación de un manto de humo y un cielo estrellado, una especie de Danae recibiendo la lluvia de oro. La observo con atención. Semejantes requiebros de estrellas solamente las ha podido hacer un Bosco. Debo dirigirme hacia la sala del pintor holandés, pero no me siento con fuerzas para bajar a la planta inferior. Me contento con el recuerdo, como al mirar las estrellas. Al final, somos lo mismo pero en un formato reducido. Otra instantánea se denomina 'Danza Cósmica', situada en el Quinteto de Stephan. Me creo que me están gastando una broma. Ahí están las formas blancas y rosadas de las 'Tres Gracias' de Rubens. El último acto de servicio que hizo Boris Johnson fue contemplarlas pasmado. Como yo ahora mismo. Otra estrella que cae antes de dejar huella. Los cuerpos cósmicos bailan con galantería, como si fuesen verdaderamente las modelos rellenitas de Rubens. Será cierto eso de que la naturaleza imita al arte, y no al revés, porque la pintura llegó antes que el James Webb.
Quedan unas pocas fotos que ver y mi recorrido por el Prado no da más de sí. Hay una región que han nombrado Nebulosa del anillo sur. Es espantosa porque lo demencialmente bello aterra. Es un círculo de luz, una fuerza suprema que amenaza al espectador con aplastarlo. Está rodeado de una intensa oscuridad. El vacío. La nada. No puedo dejar de ver a Saturno devorando a sus hijos. Es demasiado para mí. Me encamino hacia la salida. Apago el móvil y lamento no tener fuerzas para contemplar más cuadros. A lo lejos, sin embargo, me fijo en un hombre pintando escondido tras un lienzo. Es una especie de Dios que ordena el mundo, que designa los colores y crea las formas por las que nos movemos por el mundo. Firme, silencioso, dirige la escena. Allí miran todos los espectadores, como a una fotografía de un tiempo extinto.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión