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ANTONIO ARCO
Domingo, 30 de octubre 2011, 18:33
Que quien no se consuela en vida es porque no quiere lo demostró con creces el otro día de luto, en mitad de un sereno y conmovedor valle de lágrimas y de motos Gilera y Honda de carreras, la familia viva de Marco Simoncelli muerto, antes conocido por su bravura en los circuitos, a veces definitivamente temeraria, y después de estrellado, con todos los honores, conocido por su violenta y absurda muerte prematura. Una muerte a toda máquina y a toda mala leche, innecesaria, universal, quizás evitable, dramática e idónea para que de ella nazca otra leyenda de fuego.
Veías en su funeral a la familia del piloto muerto, cubierto su cuerpo joven de gloria deportiva, tan merecida y vana, y también de flores blancas y de piropos universales, y aquello era un cuadro, un poema, un desgarro contenido, un combate congelado, un mal trago largo y un misterio por resolver. Una serenidad que conmovía lo envolvía todo, y desconcertaba ese aroma a tragedia deportivamente aceptada, esa ausencia palpable y nada italiana de rabia desatada, de estallido inútil de cólera inútil, y de humano desahogo a raudales, tan necesario a veces para poder seguir respirando sin explotar.
Qué calma tan extraña se respiró en esa ceremonia del adiós eterno celebrada, sin duda alguna, muchos años antes de lo previsto por todos. Parecían despedir en paz al nieto muerto, al hijo muerto, al hermano muerto, al novio muerto, al amigo muerto sin piedad en nuestras propias narices. Podría pensarse que en cualquier momento la desesperación estallaría de una jodida vez entre sus seres queridos, como se desea que estalle una tormenta liberadora en mitad de la lectura tensa de 'Chesil Beach', de Ian McEwan, pero no fue así.
Rossella, la madre del hijo muerto al que adoraba desde los días y las noches en las que lo cuidó en su seno para traérselo a este mundo, mucho antes de verlo conseguir éxitos y dinero y fama, se abrazaba a todo el mundo como si quisiera tener ella consuelo para todos. Qué no haría por lograr hacerlo regresar, aunque fuese solo siendo, de nuevo, un chaval de pueblo al que poder seguir besando y acercándoselo a su pecho.
Su novia Kate, destronada de raíz, y de corazón, del futuro que se estaba construyendo con él y por él, ahora y para siempre, ahí estaba escondiendo sus ruinas humeantes y diciéndole sin reproches, ni preguntas: «Eras demasiado perfecto para estar con los mortales». Ella sabrá, ella tendrá que bregar con su partida sin avisar, con la casa a medio construir en la que pensaban crear una familia unida, con las últimas confesiones de amor que no le hizo, y con los recuerdos que ahora le quemarán seguro.
Qué serenidad, emocionante y extraña, inquietante, la del padre del hijo querido, del hijo admirado, del hijo triunfador, del hijo vigoroso, del hijo cómplice, casi amigo, orgulloso del padre; del hijo ya muerto. Empezó Paolo Simoncelli a ponernos el alma de punta desde el primer instante en que la tragedia no llamó a su puerta, entró en su vida sin permiso ni decoro, y le arrebató al vástago de 24 años por el que hubiera entregado su alma al diablo, sin dudarlo, para que él siguiera en este mundo. «Eres muy buen chico, Marco», fueron las últimas cinco palabras -se quedaron clavadas en el aire como una corona de espinas- que le dedicó al hijo del que se despidió, con un dolor infinito que guardó para sí en su interior, acariciándole su popular melena inconfundible, recién ocurrida la desgracia, el calvario vivido en Sepang -qué lejos de casa-, durante el Gran Premio de Malasia de Moto GP. Una cita que dejó en tierra, de forma muy bronca, a uno de los grandes, que pilotaba más con el corazón caliente que con la cabeza fría, y al que una de esas carreras apasionadas, que le servían de alimento y estímulo, le costó besar su punto y final. «Marco murió feliz», repite su padre como una oración, sin dejarse vencer por la crueldad del destino, abrazándose a éste.
Marco, también conocido por sus adelantos atrevidos en exceso, perdió el control de su moto y se aferró, con todas sus fuerzas y su deseo de triunfo, al manillar de la bomba de relojería sobre la que volaba. Marco cayó al suelo y Marco fue atropellado por las motos del amigo entre los amigos, Valentino Rossi -cuántas noches durante cuánto tiempo soñará con este horror-, y de Colin Edwards, que también son hijos y tienen padres. «Eres muy buen chico, Marco», así se despidió el padre del hijo casi recién nacida la tragedia. Con serenidad. Nada de buscar culpables, así en la Tierra como en el Cielo; todo su apoyo impagable y su comprensión para Rossi y Edwards; y nada de consentir que se ponga en duda la actuación de los servicios de emergencia del circuito, a los que, para colmo de desgracias, el cuerpo del piloto se les cayó de la camilla que lo transportaba hasta la ambulancia. «La vida solo tiene sentido si la inviertes en lo que amas», se repite a sí mismo y repite al mundo, que anda a la carrera, veloz y lanzado -¡sí!- hacia lo que parece ser ninguna parte.
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