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Requiem por un fotógrafo valenciano
Planes | 'LA EXPOSICIÓN'

Requiem por un fotógrafo valenciano

Alberto Adsuara muestra sus raros santos de 'Hagiografías' en Detrás del Rollo, dentro de Fotoencuentros 11

GONTZAL DÍEZ

Viernes, 18 de febrero 2011, 17:54

No, dice que no, que se acabó. Alberto Adsuara afirma que pensar en hacer una fotografía más le pone más enfermo que ir al médico cuando está enfermo e incluso cuando no está enfermo. Mal rollo. Ni un clic más. Se acabó «masticar arena». El expintor Alberto Adsuara (Valencia, 1961) ya es exfotógrafo, él dice «hacedor de fotografías». Ahora es activo bloguero, entre otras ocupaciones docentes. Disfruta del «placer del abandono».

Adsuara muestra en Fotoencuentros 11, en la galería Detrás del Rollo, una intensa y reducida 'antología' de sus santos laicos de mala vida, sus desnudos espirituales (y físicos) bajo el nombre de 'Hagiografías'. Pero estas vidas, lejos de ser respetables, más bien parecen ser un tanto borrascosas y lúgubres; esas 'magdalenas' no parecen nada penitentes. «A mí no me excitan estas fotografías. Representaciones que nos evocan esas imágenes que son sagradas en el inconsciente colectivo, las que nos proporciona la Historia del Arte», subraya el autor de 'De un espectador expectante' y 'De un espectador cansado'.

Dice Adsuara que la belleza es «una categoría estética que se perdió en el siglo XVIII. Es un término, si somos estrictos, que carece de sentido en este tiempo. Si no somos estrictos diría que es aquello a lo que yo tiendo cuando me expreso. Yo creo en la belleza aunque sea un concepto muerto… me siento tan sólo ante el peligro».

Para este exfotógrafo lo sagrado es «el equivalente al mito, aunque estamos en una época en la que el mito ha desaparecido aunque permanezca el rito. Por ejemplo, en las universidades se habla constantemente de la verdad relativa y coyuntural, pero aprueba sólo el que pasa por la piedra. Decimos que lo sagrado no nos interesa pero es lo que controla el mundo».

Asegura que no tolera «la ignorancia y la cretinez». «Todo el mundo cree que tiene derecho a hablar, y lo tiene; todo el mundo cree que tiene derecho a opinar, y lo tiene; y todo el mundo cree que su opinión es sensata, y eso es imposible», subraya.

Pasen y vean. Aquí yace una mujer muerta. Todo lo que ocurre en esa imagen es producto de la luz. El cuerpo está limpio, desmadejado, abandonado; sólo la luz permanece, hechizante. No vemos un cuerpo bello, muerto, vemos la luz, una luz antigua que multiplica los poros y el sexo de esa mujer, muerta. Lo vivido y lo lascivo pelean en el interior de ese cuadro-foto. Ese cuerpo, moderno y muerto, adopta la postura de los clásicos, no tan muertos.

El espectador juega con los ademanes, los deseos y las luces y se queda en un lugar sin tiempo, como un accidental asistente a un velatorio en el que no conoce al finado, como un deudo circunstancial que imagina el cuerpo de esa mujer en otro lugar. Y el espectador acaba con la extraña sensación de que se ha convertido en un figurante sin coartada, un asesino de guante blanco al que nadie ha acusado de nada. Quizá todo lo que ocurre en esa imagen es la historia de una impostura. Él, el espectador, usted, es el único testigo.

Quizá esa foto de una mujer muerta no es una foto, quizá es un réquiem por un fotógrafo valenciano.

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